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Tras la elección presidencial del 2006, el candidato derrotado, Andrés Manuel López Obrador, como anteayer hizo Donald Trump en Washington, sacó a sus seguidores a la calle.

En palabras suyas, no soltó al tigre, nada más lo exhibió durante la “okupación” del  Zócalo y el Paseo de la Reforma. Años después, en tono de advertencia ante una posible tercera derrota, previno sobre desatar al animal.

Recordemos aquel tiempo (17.06.06):

“…Por segunda vez en los últimos 15 meses (“La jornada”), Andrés Manuel López Obrador reunió en las calles del centro de la ciudad de México a por lo menos un millón de personas, pero -a diferencia del 24 de abril de 2005, cuando las mandó de regreso a sus casas- ayer les anunció el inicio de la resistencia civil pacífica y les planteó un reto: volver dentro de dos domingos y ser dos millones. Claro que no lo dijo así, con esa precisión numérica, pero el Zócalo capitalino aceptó con júbilo el desafío…” 

 El miércoles negro del Capitolio, cuando la sedición escaló muros y trepó escalinatas; penetró a los recintos parlamentarios y rotondas interiores; corredores, oficinas y rompió, saqueó y mató, Donald Trump había estimulado así a la chusma fanatizada:

“…Nunca nos rendiremos. Nunca nos daremos por vencidos. Nuestro país ha tenido demasiado. Pararemos el robo. He ganado dos elecciones y la segunda la he ganado mejor que la primera… espero que Mike haga lo correcto. si hace lo correcto, ganamos las elecciones. Si no lo hace, será un día triste para nuestro país…no vamos a permitir tener que estar atrapados otros cuatro años con un presidente que ha robado las elecciones […] Miren a los países del Tercer Mundo. sus elecciones son más honestas…”

Obviamente en ese indefinido Tercer Mundo, está México cuyas instituciones y su credencial de votante, ya habían sido expuestas por Trump, como un avance del cual carecen los estadunidenses.

Pero esa capacidad de azuzar a la turbamulta no produjo los resultados imaginarios. El Congreso, con el respaldo de todo mundo se rehízo en una sola voz. Pence desobedeció las instrucciones y el senador republicano, McConnell, alguna vez férreo apoyo de Trump, derribó el castillo de naipes de la asonada:

“…Los votantes, los tribunales y los Estados han hablado. Todos han hablado. Si los invalidamos, dañaríamos a nuestra República para siempre… no podemos seguir separándonos en dos tribus separadas con un conjunto separado de hechos y realidades separadas, sin nada en común, excepto nuestra hostilidad hacia los demás y la desconfianza hacia las pocas instituciones nacionales que aún compartimos…”

 Posiblemente esta frase sea la más importante: las instituciones nacionales que aún compartimos.

Si bien los casos mexicano del 2006 y estadunidense de esta semana tienen características propias de cada idiosincrasia, ambos provienen  de una mentira: el fraude electoral. Y un recurso, el uso del escudo multitudinario para imponer una presencia.

Pero su gran diferencia es el motor de la protesta. En el caso mexicano, se trataba de un opositor sin responsabilidades de gobierno, un  aspirante, un contendiente furioso.

En el caso americano –mucho peor–,  se trata de un presidente capaz de atropellarlo todo, hasta su propia investidura.

Trump juró defender la Constitución. En aquel momento López Obrador no lo había hecho. Era un ciudadano con arrastre de masas. Nada más

Formalmente no fue un golpe de Estado, porque eso se consigue con las fuerzas armadas. Tampoco uno palaciego, ni un  quebranto parlamentario, aunque estuvo cerca. Fue una grotesca intentona de motín concluido en el ridículo. Fue un  golpe a la nación.

Su intento de asaltar al Congreso se convirtió, en la cohesión parlamentaria cuyo resultado fue el fortalecimiento institucional. Su legado (ese anhelo romántico de los políticos); no será haber convocado desde la Presidencia a una rebelión; será haber fracasado, a pesar de su grotesco intento.

No pasará a la historia sólo como un traidor a la democracia sino como un irresponsable fracasado al cual hasta las redes sociales le pusieron freno.

Por eso no es comprensible la oblicua defensa de nuestro Presidente:

“…algo que no me gustó ayer de lo del asunto del Capitolio, nada más que respeto, respeto, pero no me gusta la censura, no me gusta que a nadie lo censuren y le quiten el derecho de transmitir un mensaje en Twitter o en Face, no estoy de acuerdo con eso, no acepto eso…”

¿Ni siquiera para evitar los irresponsables llamados al motín y la pedrea…?

*“Enlopecer”, neologismo propiedad de Víctor Juárez G.