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El gobierno tiene un reto: trasmitir certidumbre 
sobre la situación económica y explicar las razones 
por las que es necesario subir el precio de la gasolina.

Un alza en el precio de la gasolina como la anunciada es una medida que ningún Gobierno quisiera tomar, mucho menos el de Enrique Peña Nieto. El incremento afecta negativamente el ánimo de la población; aviva las presiones inflacionarias; daña la reputación de su reforma estrella, la energética, y, en el terreno de lo político, afecta la popularidad del presidente mientras “llena el tanque” de los opositores, llámense Margarita, Ricardo o Andrés Manuel.

El Gobierno no tenía opción. Mantener el precio dejaba “en paz” a los consumidores mexicanos, pero prolongaba una situación insostenible. En México se consume cada día 198 millones de litros de gasolina, en promedio. La mitad de ellos viene de Estados Unidos y se paga en dólares. En México, las gasolinas se están vendiendo por debajo de los precios internacionales. Esto implica un gasto aproximado a 429 millones de pesos diarios, de acuerdo con Bloomberg News.

La gasolina importada ha subido de precio por la depreciación del tipo de cambio, entre otras cosas. De algún modo hay que pagar el diferencial entre el precio en México y el precio en Estados Unidos. El dinero no puede salir de Pemex. La mayor empresa de México está perdiendo mucho dinero y además está muy endeudada. Sus pérdidas fueron 145,500 millones de pesos en el primer semestre del 2016. Su deuda es cercana a los 90,000 millones de dólares.

Tampoco puede salir de las arcas del Gobierno. Éste vive una situación complicada. Los ingresos tributarios van bien, pero el precio internacional del petróleo y, sobre todo, la información económica global obligan a ser cautelosos. En lo que va del 2016 se han anunciado dos recortes de gasto para mantener el equilibrio de las finanzas públicas.

Si los recursos para mantener el precio de la gasolina no podían salir de Pemex ni del Gobierno, está claro que ese precio no se podía mantener por mucho tiempo. Es una decisión correcta desde el punto de vista de la ortodoxia económica, porque reduce los subsidios y trata de que el precio de un bien se acerque a su costo. Es una decisión valiente (o arriesgada) desde el punto de vista político. En un sentido metafórico, echará gasolina a la hoguera del ánimo popular. Le da una nueva razón de enojo a los que ya estaban de mal humor. Pone una carga de incertidumbre a los que estaban tranquilos.

Para el Gobierno viene un reto enorme en materia de comunicación: en el corto plazo, transmitir certidumbre sobre la situación económica y explicar con lujo de detalle las razones por las que es necesario subir el precio de la gasolina; coordinarse con el Banco de México para enfriar el ímpetu inflacionario. ¿Cómo negar que un alza en los combustibles y una depreciación del peso generan presión en los precios?.

Más allá, el desafío es mantener a flote la credibilidad de la reforma energética. Fue un error “venderla” al gran público como algo que significaría una nueva era de precios a la baja en la electricidad, las gasolinas y el diésel. Ese discurso pudo sostenerse menos de dos años, mientras los precios internacionales del gas y el petróleo fueron a la baja. Ahora que el mercado “obliga” al Gobierno a subir los precios de electricidad y combustibles, muchos estarán tentados a decir que la reforma energética no sirvió. El problema es de la propaganda, más que de la reforma, pero es real. Por eso, esta alza a la gasolina es riesgosa.

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