Hubo siempre en él una fe profunda en las ideas como agentes civilizadores y en la educación superior como el lugar donde ha de pensarse en anticipación creativa el futuro de México
Dijo Cosío Villegas que el drama de la generación de 1915 fue que sus miembros debieron cambiar “la pluma” por “la pala”. Dedicaron sus mejores esfuerzos al “hacer”, sacrificando en ello su obra personal como autores.
Mi maestro y amigo de la vida, Enrique Florescano, fallecido anteayer, fue un intelectual de la pala y de la pluma.
Fue un historiador prolífico, original y concentrado, que no dejó nunca la biblioteca ni el archivo. Su obra terminó siendo un fresco impresionante cuya pregunta central es por la memoria de la identidad mexicana.
La historia no es lo que sucedió sino lo que recordamos. Pocos historiadores habrán estudiado y comprendido tan bien esta inquietante paradoja como Florescano.
A la exploración de la memoria construida que es nuestra identidad, dedicó sus más fecundos libros: Memoria mexicana (1987,1994), Etnia, Estado y nación (1996), Memoria indígena (1999), una Historia de las historias de la nación mexicana (2002), Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamérica (2004), Imágenes de la patria a través de los siglos (2005), Los orígenes del poder en Mesoamérica (2009), y su asalto al cielo de la construcción histórica de los pueblos en busca de consuelo, sentido y trascendencia: ¿Cómo se hace un dios? (2016).
Como historiador, a lo largo de su vida, pasó del estudio de los precios del maíz al estudio de los mitos de nuestro más antiguo pasado, sin moverse un ápice de las corrientes profundas, largas, duraderas, de la historia mexicana. A su manera fue una contradicción magnífica: un historiador de lo esencial.
Florescano fue también un gran organizador y animador de la cultura. Una cultura pensada para hacer, para entender y construir el país.
No confundió nunca independencia con antigobiernismo, ni calidad con elitismo.
Hubo siempre en él una fe profunda en las ideas como agentes civilizadores y en la educación superior como el lugar donde ha de pensarse en anticipación creativa el futuro de México.
Al final del camino pienso en él como un maestro de vida; emisor, decisivo para mí, de una triple pedagogía: la pedagogía de la historia, la pedagogía del trabajo y la pedagogía de la amistad.
Gracias Enrique, de todo corazón.
https://www.milenio.com/opinion/hector-aguilar-camin/dia-con-dia/enrique-florescano-1937-2023Dijo Cosío Villegas que el drama de la generación de 1915 fue que sus miembros debieron cambiar “la pluma” por “la pala”. Dedicaron sus mejores esfuerzos al “hacer”, sacrificando en ello su obra personal como autores.
Mi maestro y amigo de la vida, Enrique Florescano, fallecido anteayer, fue un intelectual de la pala y de la pluma.
Fue un historiador prolífico, original y concentrado, que no dejó nunca la biblioteca ni el archivo. Su obra terminó siendo un fresco impresionante cuya pregunta central es por la memoria de la identidad mexicana.
La historia no es lo que sucedió sino lo que recordamos. Pocos historiadores habrán estudiado y comprendido tan bien esta inquietante paradoja como Florescano.
A la exploración de la memoria construida que es nuestra identidad, dedicó sus más fecundos libros: Memoria mexicana (1987,1994), Etnia, Estado y nación (1996), Memoria indígena (1999), una Historia de las historias de la nación mexicana (2002), Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamérica (2004), Imágenes de la patria a través de los siglos (2005), Los orígenes del poder en Mesoamérica (2009), y su asalto al cielo de la construcción histórica de los pueblos en busca de consuelo, sentido y trascendencia: ¿Cómo se hace un dios? (2016).
Como historiador, a lo largo de su vida, pasó del estudio de los precios del maíz al estudio de los mitos de nuestro más antiguo pasado, sin moverse un ápice de las corrientes profundas, largas, duraderas, de la historia mexicana. A su manera fue una contradicción magnífica: un historiador de lo esencial.
Florescano fue también un gran organizador y animador de la cultura. Una cultura pensada para hacer, para entender y construir el país.
No confundió nunca independencia con antigobiernismo, ni calidad con elitismo.
Hubo siempre en él una fe profunda en las ideas como agentes civilizadores y en la educación superior como el lugar donde ha de pensarse en anticipación creativa el futuro de México.
Al final del camino pienso en él como un maestro de vida; emisor, decisivo para mí, de una triple pedagogía: la pedagogía de la historia, la pedagogía del trabajo y la pedagogía de la amistad.
Gracias Enrique, de todo corazón.