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Tres grandes cambios hemos tenido en pensiones en el último año, pero la bomba sigue haciendo tic tac. En 2012, el gasto en pensiones del gobierno mexicano fue 429,000 millones de pesos, una décima parte del presupuesto total. En 2021 serán 1 billón 64,000 millones de pesos. La presión a las finanzas públicas no hace sino recordarnos que el problema de fondo no ha sido resuelto: no hemos encontrado la forma de tener pensiones dignas para todos los mexicanos de la tercera edad sin poner en riesgo las finanzas públicas.

En el aire, sin respuesta sigue el problema de tener decenas de esquemas de pensiones que no tienen fondos para pagar sus compromisos. Allí podemos colocar los de la mayoría de las universidades públicas y un número no despreciable de gobiernos locales. En ese limbo financiero tenemos, en primer plano, los pasivos laborales de Pemex. Ellos solos valen alrededor de 1.5 billones de pesos.

Los pasivos antes mencionados son una losa que pesa más que 100% del PIB y crece de manera exponencial, en la medida en que la población mexicana envejece. Como sociedad estamos viviendo algo que los especialistas llaman transición demográfica.

En Suecia se vivió en 70 años; en España, en 40 años. En México y otros países de América Latina se producirá en menos de 25 años. La velocidad de esta transición nos debería llevar a una vertiginosa transformación cultural e institucional. Esto no ha ocurrido.

El presidente ha tomado importantes decisiones que le ofrecen ganancias en popularidad de corto plazo, pero se ha mantenido al margen de los aspectos que tienen que ver con soluciones de largo plazo y/o estructurales. Ha dejado claro que en su sexenio no se aumentará la edad de jubilación; no se ha pronunciado sobre el rescate de los sistemas de pensiones estatales y universitarios. Tampoco ha puesto en la mesa una propuesta de reforma fiscal que solvente un compromiso presupuestal que crece a un ritmo de 120,000 millones de pesos anuales.

La indiferencia presidencial por el largo plazo y lo estructural no quiere decir ausencia de activismo de corto plazo. El fin de semana pasado anunció que la pensión que reciben los adultos mayores pasará de 2,620 pesos bimestrales a 6,000 pesos en el 2024. Se reducirá de 68 a 65 años la edad a partir de la cual pueden ser beneficiarios. Este cambio costará 235,000 millones de pesos e incrementará el número de beneficiarios de 7.7 millones de personas hasta 18 millones.

En agosto pasado, la voluntad política presidencial les hizo un “milagro” a los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad. Se revirtió un acuerdo de 2016 y volvieron las condiciones de jubilación previas: las mujeres podrán retirarse con 25 años de servicio y los hombres con 30 años. Son “solo” 48,000 trabajadores pero tendrá un costo enorme, alrededor de 1% del PIB. Este cambio de régimen es una de las razones por las que la CFE perdió dinero en 2020.

El tercer cambio importante que hemos vivido en pensiones tiene que ver con los trabajadores que cotizan en el régimen de afores. Ahí el presidente dejó casi todo el escenario para el Secretario de Hacienda, Arturo Herrera y el CCE. Entre 2021 y 2028, alrededor de 20 millones de trabajadores verán crecer la aportación a su cuenta individual de 6.5% a 15 por ciento. Este cambio se complementa con una reducción de las semanas de cotización necesarias para recibir pensión y una disminución de las comisiones que cobran las Afores.

Para el 2050, México tendrá más de 50 millones de adultos mayores. ¿tendremos los recursos públicos para otorgarles transferencias económicas; producir la infraestructura urbana y de atención hospitalaria? Por el rumbo que llevamos, la respuesta es No. Es un tema complejo y de enorme impacto social, pero no estallará pronto. El presidente AMLO entiende el ángulo político, pero no quiere entrar en laberintos actuariales. Es de todos conocido que aborrece el territorio tecnocrático. Sabe contar y entiende que nos faltan algunos lustros para que el diluvio complete su labor.