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El kilométrico título de la columna de hoy describe cómo viven su vida matrimonial sus Eméritas Majestades de España, don Juan Carlos y doña Sofía, quienes el pasado sábado 14 de mayo cumplieron 54 años de haberse jurado amor eterno ante el altar. Amor que se desgastó y devino en inercia, apatía, inapetencia, abulia, saciedad, frialdad, desinterés, animadversión y abierta infidelidad de don Juan Carlos, quien es considerado el calzón más fácil entre todos los de sangre azul que en el mundo han sido.

Por supuesto que los monarcas tienen, como cualquier ser humano, derecho a padecer sus sentimientos. Pero deseo enfatizar el gran sacrificio que significa vivir bajo las condiciones descritas sin poderse separar, sólo por lo emblemáticos que son para la nación donde son figuras de vital importancia en la vida social y política y en la buena gobernanza. Una ventaja es que viven en un palacio donde cada uno de ellos ocupa un ala distinta, separados por salones, despachos y múltiples habitaciones. Imaginémoslos en un departamento de tres recamaras, una de ellas ocupada por las infantas, otra por el infante; doña Sofía en la recámara principal y don Juan Carlos en el salón de usos múltiples (cuarto de lavado y planchado).

Desde el 2 de junio del 2014, fecha en la que declinaron al trono de España, Juan Carlos y Sofía sólo han estado juntos, públicamente, sin verse a la cara, tomarse de la mano, ni nada por el estilo, en los sepelios de la duquesa de Alba; de la reina Fabiola de Bélgica; del príncipe Kardam de Bulgaria; y del primo de Juan Carlos, el infante —así les dicen aunque tengan, como el del caso, 77 años—, don Carlos de Borbón-Dos Sicilias.

Para el objetivo de mi escrito es imprescindible un poco de historia: el 14 de abril de 1931, el rey de España, Alfonso XIII, renunció a la Corona para dar paso a la II República legítimamente constituida. Ocho años después de terminada la Guerra Civil, el 31 de marzo de 1947, el generalísimo Francisco Franco y su camarilla pusieron en vigor la Ley de Sucesión, la cual estipulaba que sólo él podía nombrar un monarca español “cuando lo considere conveniente”, pasándose por el arco del triunfo al sucesor natural de don Alfonso, su hijo don Juan de Borbón y Battenberg, padre de Juan Carlos, de sólo nueve años de edad. El encargado de darle la noticia a don Juan fue el almirante Carrero Blanco, el mismo que el 20 de diciembre de 1973 salió de misa en la iglesia de San Francisco de Borja, abordó su automóvil, y debajo de éste, en un subterráneo construido exprofeso, hubo una explosión, perpetrada por la ETA, que elevó el coche a más de 20 metros de altura. Los españoles dijeron que el almirante le ordenó a su chofer: “Y ahora, volando al despacho”.

Al año siguiente de entrar en vigor la Ley de Sucesión que le escamoteó a don Juan de Borbón y Battenberg su derecho al trono, Franco, en histórica reunión en el yate Azor, le manifestó a don Juan su deseo (que era una orden) para que su hijo Juan Carlos, de 10 años, nacido y educado hasta entonces en Roma, viviera y estudiara en España con el afán de perfilarlo como rey de España. Y así fue: el generalísimo cuidó estudios, amistades y conducta del joven Juan Carlos.

Cuando llegó el momento de buscarse una novia con intenciones de contraer matrimonio y considerando que los planes de Franco eran que Juan Carlos fuera monarca de España, el espadón se entrometió en la vida sentimental del joven borbón.

Los padres de Juan Carlos aprobaban una relación entre su hijo y la princesa María Gabriela de Saboya, hija de los últimos reyes de Italia; sin embargo, Franco la consideraba demasiado frívola y moderna para ser futura reina de los españoles (el sangriento espadón hasta de casamentero quería oficiar).

Durante un crucero por el mar Egeo, Juan Carlos conoció a la princesa Sofía de Grecia y Dinamarca. Su padre don Juan aprobó el matrimonio y en secreto preparó todo. A Franco le avisaron cuando ya no se podía dar marcha atrás. El matrimonio se realizó en Grecia y por la Iglesia ortodoxa —la religión de Sofía—. Esto enfureció a Franco, que ordenó darle poca difusión a la boda en España y que obligó a los padres de los contrayentes a que éstos se casaran también por la Iglesia católica, cosa que pudo arreglarse mediante la intercesión de S. S. Juan XXIII. Además, el generalísimo, en un acto de intolerancia que lo pinta de cuerpo entero, exigió a la princesa de Grecia y Dinamarca renunciar a su religión ortodoxa y convertirse al catolicismo. Como prueba de amor por Juan Carlos, Sofía aceptó la propuesta del dictador.

Cuando los recién casados se fueron a vivir a España, el pueblo español no vio con mucha simpatía de Sofía, la imaginaban más agraciada físicamente, razón por la cual le decían Sofea. También los españoles decían que ella era Sofía la mala… porque Sofía la buena, era la Loren.

Continuaré en mi próxima entrega esta historia de amor y desamor.