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Toda la estética de Rulfo está contenida en la elección de su nombre. Nació Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Escogió Juan Rulfo.

Cuando pienso en Rulfo oigo las primeras palabras de Pedro Páramo. Son mejores que las primeras de El Quijote.

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo.

Recuerdo el deslumbramiento solitario de haber leído esto hace más de medio siglo. He vuelto a leer a Rulfo en estos días. Lo encontré intacto en el resplandor sombrío, asombrosamente seco y rítmico de su voz.

También está intacto el otro Rulfo, el de la comidilla literaria. Desde que recuerdo existen los dos Rulfos: el autor de Pedro Páramo, maestro del murmullo de los muertos, y la persona que escribió aquello, fuente de interminables leyendas.

El mar de fondo de la comidilla era un elogio derogatorio: la obra era enorme, pero el autor no; en mala hora se había dado cuenta de su estatura; todos sus intentos de alcanzarse habían quedado cortos.

La murmuración literaria que acompaña al genio de Rulfo fue y sigue siendo una mezcla de admiración y maledicencia. Ignorancia maravillada ante su mundo, desdén ilustrado ante sus dones.

Rulfo convocó desde el principio esta doble moral literaria, no tan infrecuente como parece, de la rendición artística ante la obra y la reticencia profesional de los hombres de letras ante el autor.

Sucedió con él más que con nadie, porque Rulfo era un escritor de genio que no parecía serlo. Era solo la encarnación, en estado puro, del escritor genial.

La murmuración, la historia, la biografía, la torpe cotidianidad, acompañan la posteridad de Rimbaud. No explican el fulgor de su obra.

Algo parecido sucede con Rulfo, salvo que Rulfo era un mejor ser humano y llegó a leer y a saber más cosas serias de su oficio que Rimbaud.

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