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Nadie puede alegar en contra de que estados y municipios reciban cada vez más recursos de la Federación, especialmente si los rige, desde 1978, un pacto de coordinación fiscal mediante el cual los estados cedieron a la Federación casi todas sus facultades de cobrar impuestos.

Aquel pacto buscaba modernizar una estructura fiscal arcaica, bajo la idea de que la Federación repartiría con mayor equidad llevando a los estados pobres algo de lo extraído de los ricos.

Estados y municipios dejaron de cobrar impuestos. A la fecha, su porcentaje de ingresos propios es solo de 16 por ciento.

En 1997, el mismo año en que el PRI perdió la mayoría en el Congreso, el reparto de recursos federales a los estados empezó a crecer. Pasó de 20 a 35 por ciento del presupuesto entre 1997 y 2001.

En esos porcentajes se mantiene hasta ahora, solo que de entonces a la fecha las cantidades brutas transferidas han crecido 100 por ciento en términos reales. (Luis Carlos Ugalde: “La democracia multiplicó la corrupción”, nexos.com).

Es un hecho que la democracia descentralizó el gasto y enriqueció a las haciendas estatales.

El mecanismo que convirtió esta abundancia en una invitación a la parranda presupuestaria fue la soberanía estatal. En ejercicio constitucional de esa soberanía, la vigilancia y la autorización del gasto de los estados y los municipios corresponde a los congresos locales. Una vigilancia directa de la Federación violaría la letra del pacto federal, para no hablar de la afrenta política centralista que implicaría esa tutela monetaria a la soberanía de los estados.

La impecable lógica federalista ha tenido el más  torcido, el menos impecable, de los efectos. Los congresos locales dejaron de ser los vigilantes y se convirtieron en los cómplices del ejercicio presupuestal de sus gobiernos. Los gobernadores metieron a la bolsa federal a sus legisladores y a su oposición, a su comunidad empresarial y a los medios locales y, con el apoyo de todos, pudieron ejercer esos recursos a su arbitrio.