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          Solo hago cuentas políticas sin comparar, porque ya sé que no le gusta, de las diferencias de tiempos, espacio, condiciones y personalidad: de la indignidad del apoyo a aquella frustrada reelección, al encuentro, puedo decir, entre iguales, aunque por la disparidad de países, parecería imposible

Hay la tradición, a la vez oculta y conocida, de lo que debe hacer en las elecciones presidenciales un presidente “emanado” del PRI.

Esa tradición dice el que el presidente debe poner en su gabinete a unos secretarios que puedan sucederlo en el cargo, volver luego precandidatos a cuatro o cinco de esos secretarios, escoger luego a uno, imponerlo luego como candidato a su partido y hacer luego todo lo que esté de su parte, con la ley y sin la ley en la mano, para que su candidato y su partido ganen las elecciones.

La tradición dice que el presidente priista debe heredar intacto el bien que le heredaron: la Presidencia de la República.

El libro ya clásico de Jorge Castañeda sobre el particular se llama precisamente La herencia. El título sugiere que en México el poder presidencial no se ganaba, sino se heredaba. No se obtenía en la arena democrática con los votos de muchos, sino en el juego palaciego, con el voto de Uno.

Ese Uno fue en su momento, también, un heredero. Su deuda por haber heredado, era heredar a su vez. Y heredar quería decir que quien él había decidido ganara la Presidencia sin problemas, con menos problemas incluso que él.

Nobleza y herencia obligan. Ya que no podía quedarse con el poder heredado, el presidente debía heredar lo mejor y lo más limpiamente posible la Presidencia.

Este juego de legitimidades, en el fondo de ilegitimidades, imponía en los presidentes priistas la responsabilidad de pagar la herencia recibida, de honrar el código en el que había recibido y ejercido el poder.

Ahora bien, esta herencia era factible porque, junto con el cargo, los presidentes heredaban otras cosas: un partido político hegemónico, el PRI; una élite económica dependiente de la política; una opinión pública controlada; una desigualdad social administrable con clientelas presupuestales; y la indiferencia o la aquiescencia de la opinión internacional.

Todas estas cosas se han ido. La herencia cabal de antaño es hoy imposible. Pero lo que vemos en la Presidencia priista de hoy es el esfuerzo de reproducir La Herencia de antes. Apenas sorprende que el proceso vaya tan mal para los priistas y para el Presidente.

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