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El adolescente que mató a Carlos Manzo es portador, víctima y verdugo de la tragedia que el crimen le impuso a su generación.

Hace poco el Inegi publicó las cifras de hombres jóvenes muertos por la violencia. Las cité aquí el 12 de agosto y las recuerdo ahora.

Durante 2024, el homicidio doloso fue la primera causa de muerte de mexicanos de entre 15 y 24 años. También esa fue la mayor causa de muerte de hombres entre 25 a 34 años.

En 2024 murieron 21 mil hombres de entre 15 y 34 años.

Los homicidios dolosos de México tienen esta característica: los que más mueren son hombres de entre 15 y 34 años. Son también las edades de mayor reclutamiento de sicarios y de mayores ejecuciones.

El asesino de Carlos Manzo tenía 17 años. Su pistola tenía registro de haber sido usada otras dos veces. No sabemos a cuántos mató, antes de que lo mataran a él.

Si mató a alguien antes, fue, probablemente, a hombres de entre 15 y 34 años, rivales de sus jefes o de su banda. No sabemos cuántos hombres de su banda habrán matado a las bandas rivales. Serán también, probablemente, hombres de entre 15 y 34 años.

Hombres de esas edades son los que más se reportan como secuestrados por la leva criminal, para volverlos sicarios a la fuerza.

El crimen en México libra muchas guerras entre bandas. Sus muertos, sumados, tienen dimensiones de una guerra civil. Pero no estamos viviendo una guerra civil.

No hay una sola idea, una sola causa de guerra civil, en la numerables guerras intracriminales. Los muertos de esas guerras son todos hijos de la codicia y la sevicia, y de una facilidad para matar que se parece a la frialdad del mal puro.

El mal que está diezmando a la población joven de México configura un crimen colectivo que se llama juvenicidio.

La complicidad del Estado con el juvenicidio es la omisión, una omisión intencionada, fría, gemela del mal criminal que no combate.

Sabemos la frase que le dio lema y excusa a esa indiferencia maligna: “Abrazos, no balazos”.