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El pasado jueves en su dacha —especie de huerta o de granja— cercana a Montevideo, sitio en el que vivió durante el tiempo que fue presidente de la República Oriental del Uruguay (2010-2015), José Pepe Mujica, único político a la altura del arte, comunicó al mundo entero a través de la revista local Búsqueda: “Ya terminó mi ciclo. Sinceramente, me estoy muriendo. Y el guerrero tiene derecho a su descanso (…) Lo que pido es que me dejen tranquilo. Que no me pidan más entrevistas, ni nada más (…) Hasta acá llegué”.

El cáncer en el esófago hizo metástasis en el hígado de un anciano con dos enfermedades crónicas. “No me cabe ni un tratamiento bioquímico ni la cirugía porque mi cuerpo no lo aguanta” manifestó Pepe un político y líder, reconocido internacionalmente, al que para describirlo se acumulan los adjetivos: carismático, solidario, austero y afable.

Toda su vida ha actuado con rigurosa congruencia entre lo que hace y lo que dice. Ha sido descrito como el jefe de Estado más humilde del mundo, cosa que lo engrandece. Enemigo del protocolo, la alfombra roja, la prosopopeya y la corbata. “Si las que eligen son las mayorías —le dijo al cineasta Emir Kusturica, en una entrevista para el documental El Pepe, una vida suprema— hay que tratar de vivir como viven las mayorías, no las minorías”.

Pepe Mujica pertenece a esa clase de hombres a los que Bertolt Brecht llamó los imprescindibles, “los que luchan toda la vida”. En 1964 se integró al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros de guerrilla urbana, que luchó contra la dictadura cívico militar uruguaya; recibió dos balazos en una pierna y tres en el abdomen. En los setentas estuvo en prisión de donde escapó dos veces. Una de sus fugas, la del Penal de Punta Carretas en 1971, ejemplo de organización e ingenio, está consignada en el libro de récords Guinness, como la fuga del mayor número de presos (106) del mundo. Sin embargo, en 1972 cayó definitivamente prisionero junto con su compañera de vida Lucía Topolansky y ocho tupamaros más. Por cierto, Lucía fue senadora y vicepresidenta de Uruguay, patria donde nacieron ambos personajes, Ella en 1944 y él en 1935.

Entre 1973 y 1985, Pepe Mujica y sus compañeros Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, sufrieron la peor de las torturas, aislados uno del otro, en inmundos y oscuros calabozos. Doce años de silencio, de vejaciones indignas; donde serenaban y enfriaban sus orines para suplir la ausencia de agua. Doce años incomunicados del mundo, sin siquiera un libro. Doce años de sobrevivir a la locura y a la desesperanza. “No sería quien soy sin esos años de soledad en la cárcel. Sería más fútil, más frívolo, más superficial, más exitista, más de corto plazo. Más con pose de estatua”, le confió a Kusturica.

De sencillez unánime, nunca vivió en la Residencia presidencial de Suárez y Reyes, en el barrio Prado. Tampoco se transportó en ningún vehículo oficial, prefirió hacerlo, hasta ahora, en un Volkswagen de 1987 manejado por él mismo. Al ser interrogado sobre si tenía ayudantes o guardias de seguridad, respondió: ¿Para qué? ¿Para que me vean levantarme en la madrugada en calzoncillos a orinar?

Es un hecho, confirmado por él mismo, que José Mujica entró en la etapa final de su generosa existencia. Será recordado siempre como un político honrado que demostró que ser de izquierda no significa estar reñido con la democracia ni con el diálogo y la tolerancia.

Terminaré con las mismas palabras pronunciadas por él cuando concluyó su período presidencial: “No me voy. Estoy llegando. Me iré con el último aliento y donde esté, estaré por ti. Estaré contigo porque es la forma superior de estar con la vida”.

Punto final

Una cafetería de Japón es atendida por meseros robots que platican con los clientes. Con la ventaja que si éstos les caen mal no le escupen a sus alimentos.