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Suena música en el coche. Canta Gerardo Alfonso: “Hay amigos en los basureros, amigos llenos de dinero, amigos que están más allá”. Pienso en Rafael Pérez Gay. Él está más allá: nunca pide y siempre da.

Generoso hasta en la literatura. En su novela más reciente, Todo lo de cristal (Seix Barral, 2023), el narrador encuentra un niño entre las dos fuentes de Nuevo León y Sonora, colonia Condesa. En la ficción, el niño es él, de ocho años.

–¿Qué haces?

–Veo el agua.

–¿Y tu bicicleta?

–Desapareció.

–¿Qué dice mamá?—Le pregunta al niño, puesto que su madre ha muerto hace más de diez años.

–Vamos al mercado y en la noche vemos Domingos Herdez, películas mexicanas.

–¿De dinero?

–Nada, como dice papá, ni un quinto partido por la mitad.

–Mira: vas con tu mamá y le das esto –Le entrega un fajo de dinero.

Aún canta Gerardo Alfonso. “Mis amigos eran dioses para mí, cuando el suelo se agrietó bajo mis pies, cuando el amor me hizo polvo, cuando ciego fui un estorbo”. Sigo pensando en Rafa: cuando el suelo se agrietó y me hicieron polvo, pocos estuvieron; él sí.

Un día manejaba por el Eje 5. Frente a una Bodega Alianza detuve el coche. Las lágrimas me arrasaban, el suelo se agrietaba. Llamé a Rafa. “Ven para la casa”, me pidió. Fui, y salí nuevo. Me dijo: “Hay quienes se marchitan con la felicidad, olvida a esas personas”.

Mentor de la vida: también en sus libros. Mientras leía Nos acompañan los muertos (Planeta, 2009) derramé agua sobre una página. De madrugada, mi casa dormitaba en la paz del entresueño, y me paralizó el estupor: sus letras no admiten manchas. Ni de agua.

Por azar, el agua cayó en una página crucial:

—No he sido un buen padre. Dilapidé la fortuna de tu madre, le hice daño siempre que pude sin pensar en nadie más que en mí. No tengo dinero, me mantienen mis hijos, no puedo caminar, estoy tuerto, con un brazo paralizado. Por las noches no llego al baño sin mancharme. Me quiero morir.

Y el hijo ofrece al viejo un whisky. Este pasaje marca en la literatura mexicana el grado más alto de la auto-ficción, que escarba en la civilización de los padres en bastante de su creatividad.

Escucho todavía a Gerardo Alfonso: “Hay amigos que duran mil años, amigos que se hicieron daño, que no vale la pena insistir, hay algunos que veo, otros que no sabemos su paradero, su paradero”.

Pienso en Rafa, otra vez. Es de los pocos amigos que veo: porque es un imprescindible.

Como el cartero de James M. Cain: Rafa siempre llama dos veces.