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Además del injustificable y brutal asalto armado a la embajada mexicana en Ecuador, tuvimos en la semana dos temas noticiosos que acapararon la atención pública: el debate por la presidencia que se efectuó el domingo, y el eclipse total de sol que se registró el lunes a partir del mediodía y que maravilló a millones de personas.

La ruta del eclipse, “el camino de la totalidad”, la frase que usaron los científicos para describir los lugares donde el eclipse llegó a su plenitud, comenzó en Mazatlán y se repitió en cinco poblaciones mexicanas: Durango, Nazas, Monclova, Piedras Negras y Torreón, para continuar por una franja de la costa atlántica de Estados Unidos siendo visible en 12 ciudades, entre ellas Nueva York, para concluir en el Oeste de Canadá.

Del debate entre dos mujeres y una sonrisa ya di mi modesta opinión el martes. Del suceso en Ecuador creo que es un acto de ignorancia y barbarie del presidente Noboa que ya originó una crisis diplomática.

En cuanto al eclipse quisiera yo aprovechar la ocasión para traer a esta columna la colaboración, solicitada con indigencia, de un admirable escritor de textos breves, redondos y perfectos: el hondureño (nació en Tegucigalpa en 1921), nacionalizado guatemalteco y exilado en México donde vivió desde 1944 hasta su muerte en el 2003: Augusto Monterroso.

Como sabemos, Monterroso –Tito para sus amigos, es el autor del cuento considerado el más breve jamás escrito: El Dinosaurio. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Este cuento-mínimo puede encontrase, en el libro de título genial: Obras Completas (y otros cuentos). De esta publicación, editada por Biblioteca Breve de Editorial Seix Barral S. A., quiero compartir con lectoras y lectores una narración de tan grande escritor a propósito del fenómeno astronómico del pasado lunes.

El eclipse (Augusto Monterroso)

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podía salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir ahí sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en el que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de si mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en el él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más intimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incertidumbre de sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Punto final

-Bienvenidos al Grupo de Adictos a la Cirugía Estética. Hoy veo caras nuevas.