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La costumbre, dice Michel de Montaigne, es una “maestra violenta y traidora. Establece en nosotros, poco a poco, a hurtadillas, el pie de su autoridad; pero, por medio de este suave y humilde inicio, una vez asentada e implantada con la ayuda del tiempo, nos descubre luego un rostro furioso y tiránico, contra el cual no nos resta siquiera la libertad de alzar los ojos” (Los ensayos, num XXII. Cito de la edición de Acantilado, 2013, p. 127).

Las costumbres no son rebatibles, ni defendibles, todas son arbitrarias y a su manera obligatorias. No puede haber en ellas criterios de verdad o de justicia natural, porque no responden a fórmulas de la razón ni a leyes de la naturaleza. Son todas hijas del capricho de la diversidad humana.

Montaigne dedica un pasaje de su ensayo XXII a la deliciosa enumeración de costumbres que a  sus lectores, y a él mismo, debían parecerles raras o increíbles, cuando no agraviantes y escandalosas.

Por ejemplo, la afición de ciertos pueblos a comer insectos con distintas salsas, y “la desnaturalizada opinión de la mortalidad de las almas”, vigente en otros.

De las creencias contrapuestas mencionadas por Montaigne, quizá  en ninguna hay una contradicción mayor, y más inquietante, que en las costumbres funerarias de  persas y griegos, pues los primeros devoraban el cuerpo de sus padres, asumiendo que no hay sepultura de mayor dignidad para esos muertos que el cuerpo vivo de sus hijos, mientras los segundos los quemaban en ceremonias que ofrendaban, como sus sacrificios de animales, a los dioses.

“La novedad me hastía, sea cual sea su rostro”, dice Montaigne. Se refiere en este pasaje, puntualmente, a la novedad de reforma protestante que incendió su siglo. Sigue: “Quienes agitan el Estado son con frecuencia los primeros absorbidos en su ruina. El beneficio del tumulto apenas recae en quien lo ha instigado; bate y revuelve el agua para otros”.

Pienso, por analogía, si una buena parte de la desarticulación de creencias y confianzas que padece la sociedad mexicana no tiene mucho que ver con la resistencia de sus costumbres viejas, avasalladas por el cambio, y por la falta de contundencia de las costumbres nuevas, coronadas hasta ahora no por el éxito, sino por la incertidumbre:

Nuestra inmoderna modernidad, hecha de identidades viejas y fracturadas.

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