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Existe un diálogo íntimo entre el arte y sus diversas manifestaciones; el cine, la escultura, la pintura y la literatura coquetean con guiños tímidos, —se besan la comisura de los labios— y en otras ocasiones, flirtean de manera frontal —con tocamientos impúdicos—. Un ejemplo de ello es el movimiento surrealista: la expresión espontánea y desinhibida del pensamiento y de la creación, la psiquis en automático que traspasa umbrales y se alimenta de sueños. La realidad se mira con el prisma de la concepción artística y se alimenta de creaciones sin sentido —herencia del dadaísmo— reforzada por el psicoanálisis de Sigmund Freud y el activismo contracultural. 

Joan Miró pintó y esculpió guiado por los movimientos dadaísta y surrealista: una caja de madera agujereada y forrada con papel se convertía en una cabeza de ojos almendrados y sonrisa retorcida, una percha con un vestido colgando podría representar a una mujer con los brazos abiertos. John G. Frey, historiador del arte, escribió en la famosa revista Parnassus y expresó que había poetas pintores como Joan y que su poesía consistía “en las peculiares combinaciones de imágenes que caen desde el subconsciente en el medio de la pintura automática”, y es que Joan Miró podía plasmar en un lienzo —de manera impensada y mecánica— trazos magistrales de una simpleza abrumadora y cargados de belleza. Miró trabajó con el poeta Vicente Huidobro y sus creaciones se rigieron bajo leyes propias —la poesía y la pintura como dos imanes—, un territorio donde ambos artistas componían libremente y danzaban de las letras a los colores y de los colores a la palabra. En su viaje creador, transitaron por los párrafos de Mallarmé y los caligramas de Apollinaire, del cubismo al futurismo y en esa búsqueda incesante de relaciones artísticas parieron obras que reclamaban un discurso o un lenguaje recién nacido: un leer pintura y ver poesía, un pintar y escribir al mundo desde una cascada de libertad. Según Belén Castro se trataba de “‘asesinar la pintura’ (Miró) y de ‘matar al poeta’ (Huidobro) para purificar el campo de la creación de las convenciones viciadas y de la perversión de los signos”.

La conversación pictórica entre Miró y Dalí pareciese que se lleva a cabo entre sueños, en un bar catalán donde disfrutan del café de la mañana y leen los periódicos saltándose párrafos y encabezados, sense esforç, fàcilment, disolviendo las contradicciones entre la vida y la muerte, entre lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, —André Bretón esbozaría su mejor sonrisa—.

La obra escultórica de Miró retoza con el cine de Buñuel; en varias de sus obras esculpe colmillos afilados que se muestran cual mandíbulas de hormigas juguetonas dispuestas a morder detrás de las sonrisas inocentes de su sobrina. 

Presenciar el romance y coqueteo de las diversas manifestaciones del arte es acudir a ese momento íntimo de la creación donde sentimos un cosquilleo, como si una legión de hormigas nos besara el bajo fondo de la piel.