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Visto de cerca, el monstruoso césar romano Calígula, era, también, a su manera, sólo un político.

Un político extremo en sus procedimientos, de linaje tiránico, pero por ello mismo ilustrativo, en sus extremos, de los políticos en general, tiránicos o no.

Si se mira bien, nos dice Fernando Escalante en su columna de Nexos de este mes de marzo, “lo que hay en la desvergüenza de los tiranos, de Tiberio hasta llegar a Mobutu, Trujillo o Ceacescu”, es “una implacable, durísima lógica política”.

Calígula quiere hacer cónsul (gobernante) a su caballo, igual que otros nombran en puestos claves a sus parientes, sus serviles, sus incondicionales. Y a ineptos, incluso a pillos o a sociópatas, por la sencilla razón de que les son fieles, y ellos quieren nombrarlos.

No sólo quieren: pueden.

Veamos parte del trayecto de Calígula del poder absoluto hacia la tiranía demencial.

Su llegada al trono cesarino fue “universalmente festejada. Según Suetonio, no hubo príncipe más ansiado por la plebe de Roma”.

La gente celebraba haberse librado del sanguinario Tiberio, su antecesor, y se echó en brazos de Calígula con entusiasmo.

Su toma del poder se celebró en algunas inscripciones como inicio de la “era más feliz de la humanidad”.

En el mismo “transporte de entusiasmo” de los romanos, sigue Escalante, “el Senado le entregó el poder absoluto”.

Detalle práctico: Calígula repartía mucho dinero entre civiles y militares.

“La gente lo amaba”, dice Flavio Josefo, “porque había comprado su buena voluntad con dinero”.

Persiguió al Senado que lo encumbró, con intrigas y acusaciones, hasta que lo tuvo a sus pies.

“Inició también”, dice Escalante, “un ambicioso, imposible, programa de obras públicas, que incluía dos nuevos acueductos y la remodelación del Palatino”.

Según Séneca, era notoria en Calígula la “afición por el insulto”, el gusto con que “ofendía y agraviaba a todos”. En especial, a los patricios (los ricos), a quienes obligaba a “participar en subastas estrambóticas en las que dejaban su fortuna”.

Por cierto, no hizo cónsul a su caballo, sólo amenazó con hacerlo. Para recordar que podía.

Hacer cónsul al caballo habría sido cosa de loco, termina Escalante, pero si sólo “amenazó con hacerlo, habría sido precisamente porque no estaba loco: estaba haciendo política”.