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          Solo hago cuentas políticas sin comparar, porque ya sé que no le gusta, de las diferencias de tiempos, espacio, condiciones y personalidad: de la indignidad del apoyo a aquella frustrada reelección, al encuentro, puedo decir, entre iguales, aunque por la disparidad de países, parecería imposible

Mario Marín, exgobernador de Puebla, está preso en el Centro de Readaptación Social (CERESO) de Cancún, Quintana Roo, acusado —presunto responsable— del delito de tortura en contra de la periodista Lydia Cacho, autora del libro Los Demonios del Edén en el que imputa el delito de pederastia a Jean Succar Kuri (sentenciado a 112 años de prisión) y a Kamel Nacif (prófugo de la justicia) entre otras bellísimas personas.

Hasta aquí lo escrito es verdadero. A partir de esta línea lo que escribiré será imaginario, con una pequeña dosis de realidad que pasa por los nombres de los protagonistas y algunas frases ciertas que serán acomodadas, no siempre como fueron pronunciadas ni por quien las expresó, con la ayuda, para su articulación, de palabras que no se dijeron. Revelada la convención de la que me valdré, vamos adelante.

Mario Marín ocupa una celda lejos de la población del reclusorio. El político priista, a quien ya su partido desahució, teme que hagan con él lo que él quiso que le hicieran a Lydia Cacho, a la que encargó que la encerraran con “las locas y las tortilleras” para que, con un palo, fuera violada cuando ingresara a la cárcel poblana de San Miguel. Suena el teléfono y Mario Marín contesta:

–    Quiúbole, Kamel.

–    ¿Qué pasó mi preso precioso?

–    Mi héroe, chingao.

–    No, tú eres el héroe de esta película, papá.

–    No, el héroe eres tú que estás libre. A mí me acaba de dar un coscorrón esta pinche vieja cabrona a la que llaman Justicia. Ya me dijeron que ahora en México se respeta la ley, no hay impunidad y quien comete un delito se le llama delincuente.

–    Lástima que no esté el PRI en el poder porque si estuviera le hablaría a Emilio Gamboa para que le diera p’atrás a esa chingadera que te están haciendo.

–    Me torturaron cuando me trasladaron de Acapulco para acá. Me trajeron en un avión viejo, una carcacha; me dieron una sola comida; me dijeron que si quería mear lo hiciera en los calzones. Se sienten Dios en el poder. No somos santos desde luego, pero…

–    Yo te hablé para darte las gracias de lo que hiciste. Yo sé que te metí en un problema aunque me dijiste que a ti te gustan esos temas.

–    Más bien me gustaban, ya en la cárcel piensa uno distinto.

–    Yo, para darte un abrazo, te tengo aquí una botella bellísima de un coñac que no sé adónde te lo mando.

–    Pues aquí al reclusorio.

–    Yo te la quería dar personalmente, pero ando corre y corre.

–    Mándamela para echármela.

–    ¿Te la vas a echar? Si no es loción. Pero si te la vas a echar te mando dos, una para que te la eches y otra para que te la tomes.

–    ¿Recuerdas que te dije que a mí no me temblaba la mano? Pues ya me empezó a temblar. (Hasta aquí la ficción)

Vejez

En contraposición a lo escrito en mi columna sobre la vejez feliz, un lector me envió lo siguiente: “Tontería que la vejez sea la mejor edad del hombre: Encuentro el papel y pierdo el lápiz, cuando encuentro el lápiz ya no sé dónde dejé el papel. Cuando logro juntar los dos se me pierden los anteojos y ya cuando, por fin, logro tener las tres cosas juntas, se me olvida lo que quería escribir”.