Me he rendido, como muchos, a la celebración de las elecciones del pasado 7 de junio. Primero, porque fueron vencidos los malos agüeros de violencia y sabotaje. Segundo, porque vimos funcionar en toda su eficacia administrativa y ciudadana las redes y los veredictos de la institución electoral. Tercero, porque fue una elección competida, característicamente democrática … Continued
Me he rendido, como muchos, a la celebración de las elecciones del pasado 7 de junio.
Primero, porque fueron vencidos los malos agüeros de violencia y sabotaje.
Segundo, porque vimos funcionar en toda su eficacia administrativa y ciudadana las redes y los veredictos de la institución electoral.
Tercero, porque fue una elección competida, característicamente democrática en sus niveles de incertidumbre, en sus mandatos de alternancia y castigo para malos gobiernos, en particular para gobiernos marcados por la sombra de la corrupción, un síntoma más de la revolución moral que puede estar en marcha en México contra el más viejo de sus vicios públicos.
Cuarto, por la irrupción de candidatos independientes que abren una puerta a la obligada revisión del sistema de partidos, hoy fuente de rechazo más que de adhesión ciudadana.
Los partidos grandes PRI, PAN y PRD obtuvieron en la elección de 2009 un 77 por ciento de los votos. En 2015, alcanzaron solo 51 por ciento: 16 puntos menos.
Aquí empiezan los peros:
Los votos de rechazo no consolidaron un polo de oposición equiparable a los partidos mayores. Fueron votos añadidos a la dispersión política.
Premiaron a partidos pequeños, viejos y nuevos, como el Partido Verde, Morena, Movimiento Ciudadano, Alianza Nacional o Encuentro Social; potenciaron a un puñado de independientes y mantuvieron en 5 por ciento el voto nulo.
Todos esos votos aumentaron la fragmentación: debilitaron a los grandes sin fortalecer cabalmente a los pequeños.
Leída en una lógica estratégica, la fragmentación añadida no es sino un voto de rechazo al sistema de partidos vigente.
Está en línea con otros números preocupantes, como la pérdida de confianza en el INE, en quien confía solo 39 por ciento de la población (Reforma: http://bit.ly/1u7iiw6).
También está en línea con la pérdida de confianza en la democracia, donde México ocupa, con 37 por ciento, el más bajo lugar entre los países de América Latina, cuyo promedio de confianza en la democracia es 56 por ciento (Latinobarómetro, 2013, http://bit.ly/1FfosOC).
Me pregunto si esta es la democracia fragmentada, desprestigiada y cuestionada que queremos. Me respondo que no, pero es cada vez más la que tenemos.
¿Por qué?