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Un lugar llamado “Taiga”
Captura de pantalla/BBC

Vivir exiliado; es algo que cuesta entender y más si no se ha pasado por ahí.

Soy de estos terrícolas que tienen una forma de vivir moderna, donde las ciudades ocupan mi espacio y la comodidad que estas proveen, una búsqueda incansable para seguir sosteniéndola. Sé que soy víctima del condicionamiento que esto genera en mí, pero también sé que soy de esas privilegiadas que tiene la posibilidad de darme cuenta, de abrazar aquello que sí tengo y no sufrir por lo poco que me falta. Tal vez esto es algo que viene en mi sangre, es como si los códigos de la información de mis ancestros estuvieran tatuados en mi alma.

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Captura de pantalla/BBC

Soy de esos que el corazón se les ensancha en agradecimiento por todos aquellos que vivieron antes de que yo llegara aquí, sabiendo que pasaron hambrunas, enfermedades, traiciones y porque no; traicionando, llenos de secretos, humillando y defraudando también. Soy una nave espacial de genes de muchos tipos, donde la miseria también se hizo presente, las guerras y sus consecuencias, donde también hubo gozo y se sembraron cosas buenas para otros.

Termina el año y comienza uno más y me queda esta necesidad de honrar a todos los que me trajeron hasta aquí, y mi mente me lleva a creer o pensar que alguno de ellos paso por el destierro, sobreviviendo como pudo,  sin enterarse de lo que en el mundo acontecía. En el ADN de mis hijos hay sangre asquenazí, siempre he sabido que eso viene de mi lado. Conozco sobre lo que sus creencias les genero, en persecución y destierro.

Podría ser que mis antepasados poblaron algunas zonas en Rusia entonces,  la curiosidad me hace mirar hacia las estepas rusas, ahí donde el frío hiela el alma y la vida es tan dura.

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Captura de pantalla/BBC

Como me pasa habitualmente, voy encarnando esta necesidad de ir sintiendo en la medula de mis huesos los espacios, de inmediato un aire gélido paraliza mis pies, como si en verdad fuera así. Me cuesta respirar por la nariz y hacerlo por la boca me pone en riesgo de quemar mis pulmones. El escenario donde aparezco es helado, me duelen los oídos y veo solo cielo azul y todo está cubierto de un blanco que lastima mis retinas. Me cuesta desplazarme, pues la nieve cubre casi mis rodillas a cada paso. Siento los ojos congelados y debo estar a menos cuarenta. A esta temperatura el metal se rompe, la madera se vuelve dura como una roca y el caucho se convierte en cemento.

Con un palo en forma de bastón, empujo mi paso y veo mis manos ajadas, resecas, las uñas deshidratadas. No son las manos de quien puede cuidarlas, son manos trabajadas llenas de pliegues que hablan del duro trabajo que implica usarlas para sobrevivir, arando la tierra.

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Captura de pantalla/BBC

Entonces viene una pregunta que cruza mi mente como un rayo; ¿Cómo se sobrevive a esta inclemencia; en esta soledad?

Esto es el sur de la Siberia meridional, en la cordillera de Abakán, un territorio inhóspito y deshabitado por sus duras condiciones climatológicas, que mide en lo que equivale a 1.5 el territorio de Estados Unidos, donde las temperaturas bajan a mucho más de menos treinta grados y las épocas de siembra son muy cortas. Los osos y los lobos merodean en abundancia y se requiere de destreza para poder cazarlos y usar sus pieles como cobijo y la carne como alimento.  Es un territorio sin presencia humana a la que se le llama “taiga”.

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Captura de pantalla/BBC

No puedo sostenerme mucho tiempo sin empezar a sentir un sueño que me arrastra. Así que busco donde ponerme para dormirme un rato, veo un pedazo de piedra junto a un pino que se asoma entre la nieve. Me siento ahí para recargarme, para no mojar mi ropa, y mientras, caigo en un profundo sueño, escucho como los árboles que tienen más savia crujen y después reina un silencio que es único a esta temperatura. Mientras voy cerrando los ojos aparecen figuras borrosas a lo lejos, es la familia Kaplov que vivió durante cuarenta años en estos lares, sin contacto alguno con la civilización, huyendo de ser ejecutados por el régimen estalinista. Una familia que huyo con dos pequeños y que tuvo otros dos en las alturas de las montañas heladas en 1938.

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Foto de Peter Sutherland

Construyeron una morada con algunas vasijas de madera, un par de iconos labrados que trajeron consigo y el suelo lo cubrieron de follaje del bosque, construyendo una sola ventana del tamaño de un bolsillo de mochila para evitar la entrada del frío. Escaparon con lagunas semillas acuestas, buscando usarlas cuando se pudiera para alimentarse.

Estos son cristianos ortodoxos de estricta moral, partidarios de la antigua liturgia y de los cánones de la iglesia, que como muchos no aceptaron, a mediados del siglo XVII, la reforma del patriarca Nikon, que acercaba a las Iglesias ortodoxas rusas y griega.

Cortarse la barba, consumir alcohol y fumar eran cosas prohibidas. Por sus creencias sufrieron crueles persecuciones desde los tiempos de Pedro el Grande y fueron diezmados por los zares y por el régimen comunista, a principios del siglo XX.  Muchos, para evitar la profanación de su fe, escaparon a las regiones remotas de Rusia; muchos, incluso llegaron a quemarse vivos con sus familias.

La inclemencia de este espacio deparaba para ellos hambrunas y una vida dura donde no se enteraron de la segunda guerra mundial, ni de la llegada del hombre a la luna; no había cabida para imaginar otros países además de Rusia y su única lectura era una biblia familiar que tenía más de cuatrocientos años.

El poblado más cercano estaba a doscientos kilómetros, lo que implicaban unos siete días de traslado bajo condiciones inclementes. En 1961, una tormenta arrasó sus cultivos y sufrieron tal hambruna que se vieron obligados a comer el cuero de sus propios zapatos. Ese año, Akulina la madre, dejó de alimentarse pues las raciones de alimento no alcanzaban,  así murió ella de hambre dejando su ración para sus hijos. Ocho años después murió el padre.

La mayoría de las reservas de petróleo y sobre todo el  gas natural de la Unión Soviética, reposan bajo el suelo siberiano. En 1979 un grupo de cuatro geólogos que viajaban en un helicóptero buscando nuevos lugares para explorar, avistaron primero un jardín y luego una cabaña en un claro cerca del río.

Al aterrizar fueron recibidos con miedo, pero a la vez con un corazón agradecido por los miembros de esta familia que recibieron la visita de los geólogos agradecidos porque les convidaron sal que llevaban; que duro había sido sobrevivir sin ella.

Con la noticia del hallazgo, todo el país se convulsionó. La gente quería saber cómo habían logrado llevar una vida familiar y sobre todo, como habían logrado que el feroz invierno ruso, no los aniquilara en el bosque.

En 1981 murieron tres de los hermanos de neumonía y infección renal secundaria a la dieta restringida que llevaron por tanto tiempo, quizá fue causa del contacto con otros seres humanos. Poniéndolos en peligro con bacterias y virus a los que su sistema inmune no tenía capacidad de enfrentar.  Al final, solo sobrevivió Agafia, que hoy cuenta con más de 70 años. Conoció la vida citadina, a las hermanas de su madre que nunca había visto y al final decidió regresar para pasar sus últimos días aquí. De vez en cuando le envían víveres cuidando que las bolsas de harina no traigan códigos de barras que para ella son insignias del diablo.

A unos cincuenta metros, llego a vivir uno de los Geólogos que perdió una de sus piernas y Agafia le cuido llevándole agua y alimentos hasta que murió.

Yo de pronto despierto, solo quienes hemos estado a estas temperaturas entendemos lo que es sentirlo, crear o pensar que ya no hay nariz, que se perdió en algún lugar congelada. Yo he estado a menos 42 en Canadá y es algo realmente indescriptible.

Regresó a mi escritorio, me quedo con el sonido de los cantos de Agafia que escuche en un video antes de ponerme a escribir y honró su paso por este mundo como lo hago con mis ancestros. A cada uno gracias, gracias por traerme hasta aquí. Porque todo aquello que vivieron me conforma también y en ello voy impulsando mis pasos por el tiempo que esté por aquí.

DZ