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Un árbol llamado Matusalén

La Tierra es una ilusión con propósito, creada en el pensamiento divino. Si en verdad entendiéramos su grandeza, sabríamos que es nuestra responsabilidad amorosa custodiar cada espacio. Y entonces pasaría que no habría montaña,  río o ser viviente al que no agradeciéramos su existencia y sabríamos cuál es nuestro lugar en el planeta, ocupándolo amorosamente.

Tengo una afición por saludar a los árboles, una locura que guardo en silencio, porque siempre creí que el mundo de los adultos no lo entendería. Así pase una infancia en el jardín de mi casa en Managua, pidiéndoles permiso para abrazarlos. Me daba la impresión que sonreían, que me contaban historias y eran guardianes de mi paso por el mundo. Los veía llorar de morado y en ello un día de un sablazo, Irene Queen quien vigilaba mis juegos me dijo “mi niña nunca digas lo que vez, porque van a pensar que estás loca.”

Guardé en el fondo de mi interior, mis creencias, mi forma particular de contemplar el mundo y siempre me pregunté si habría un árbol madre.

Con unos siete años, Apolonia me habló de Awicha Khokga la creadora de la humanidad para algunos los pueblos andinos  y eso me hizo sentir siempre, que quizá había algo en mi que sabía que por detrás del anhelo y de la fantasía, había algo en el mundo concreto que pudiera certificarlo.

Cuando salió la película de Avatar por poco me ahogo de la emoción, al mirar a  “Vitraya Ramunong” El Árbol de las Almas, un ser espectacular un sauce que se comunicaba con los Na’vi. Entonces pensé que quizá en este inconsciente colectivo habemos algunos que sentimos esta extraña conexión con estos seres vivientes de los que dependemos nada más y nada menos entre otras cosas para respirar.

Tendrá un tiempo que buscando, encontré un árbol emblemático llamado Matusalén que es el organismo vivo más longevo del que se tiene conocimiento hasta el día de hoy. Con sus más de cuatro mil setecientas vueltas al sol, ha visto cruzar un par de milenios de la historia del planeta con todos sus devenires.

Levanta su tallo leñoso a más de tres mil metros de altura, en White mountain en el estado de nevada en Norteamérica.  Se suma a los más de tres millones de billones de árboles que hoy cubren el planeta; un 46% menos de los que había antes del comienzo de la civilización humana.

Matusalén aparenta solo ser un tronco, pues rara vez adquiere follaje, su tallo torcido se enreda sobre sí mismo evocando y moldeando una silueta que evoca lo eterno, fijando las directrices de uno de los símbolos más hermosos que existe; la espiral.

Entonces recuerdo sonreír, porque los símbolos son mi fascinación, son una forma de acercarnos  con lo divino. Los pueblos nativos del planeta siempre han hecho referencia a estas formas que hay en la naturaleza dándoles un simbolismo; así la espiral representaba el ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento en muchísimas culturas. Ahí radica el sentido más profundo del principio y del fin.

Es curioso mirar un pensamiento igual cruzando vastas extensiones de tierra. De ahí viene el famoso “inconsciente colectivo.”

Matusalén me infunde  asombro y el más hondo sentimiento de humildad.

Los intempestivos vientos que lo embaten, han fortalecido su tronco y ha formado una gruesa capa de resina que lo protege de pudrición, de parásitos y hongos. Una capacidad que tienen todos los pinos de su especie.

Para tantos, estos seres extraordinarios plasman la unión de cielo y tierra. Son entes que nos observan como seres etéreos y nos miran pasar a su lado con todas nuestras grandezas y fracturas.

Están llenos de sabiduría visualizada  por tan pocos . Reconocidos más como medio para nuestra explotación y poco reverenciados en su magnificencia por la gran mayoría.

Si Daniel  Chamovitz, director del Centro Manna para la Biociencia de las Plantas de la Universidad de Tel Aviv, en su investigación tiene razón, entonces es posible que los árboles nos sientan, nos perciban y lean la energía que emitimos; es una capacidad analógica no idéntica a la nuestra. De tal forma que pueden percibir olores y quizá también pensar y recordar.

Él se inclina a pensar que escuchan  en forma de vibraciones y que pueden estar al tanto de los sonidos en su entorno. El olfato, por ejemplo, se presenta como una reacción a sustancias químicas disueltas en el aire, pero con efectos específicos. Chamovitz señala el caso de la maduración: cuando una fruta madura se encuentra cerca de una que aún no lo está tanto, la maduración de ésta se acelera por la liberación de una hormona llamada etileno. En un sentido elemental, se trata de un proceso netamente olfativo.

Se ha documentado como un árbol de maple que se ve afectado por una plaga de insectos,  tiene como respuesta, liberar una feromona que recogen los árboles vecinos como si se tratara de una señala de alerta, a partir de la cual empiezan a liberar los químicos necesarios para impedir que la infección se propague.  Están  los manzanos que son atacados por un tipo de arañas rojas, estos, producen una sustancia que atrae a un depredador que se las come y que no afecta a el árbol.

Suzanne Simard profesora de la Ecología del bosque de la Universidad de Columbia, ha demostrado científicamente que los árboles se comunican en el lenguaje del Oxigeno y del nitrógeno. Los árboles madre pueden distinguir a sus descendientes enviándoles la información necesaria a través de redes complejas por debajo de la tierra, dejando la información que necesitan para poder subsistir.

Si la memoria lo que hace es codificar información, almacenar información y recuperar información, entonces los arboles recuerdan y memorizan.

Los árboles equilibran la resonancia electro-magnética del planeta.

Su existencia está ligada a la nuestra en todos los sentidos.

Matusalén nos mira en lo alto de su hermoso paraje, observando la posibilidad de que nos demos cuenta.

Con su tronco retorcido nos provoca y nos invita a  reflexionar; ¿por qué será que creemos que todo esta a nuestro servicio? A caso es la soberbia un castigo que nos separa  de la naturaleza, que nos desconecta de la tierra, acaso podremos recordar algún día cuando entendíamos que solo éramos parte y no aparte del sistema de vida del planeta.

Es importante que generemos un cambio de paradigma donde recordemos que estamos interrelacionados y que nos guste o no los árboles y todos los seres sin nosotros pueden subsistir, pero no a la inversa.

Hoy que soy adulta, puedo incursionar en la biblioteca de mis recuerdos y veo a mi niña en el jardín jugando con estos seres extraordinarios.  Me doy cuenta que quizá entonces mi mágica imaginación, tenía más sabiduría que mi adulta capacidad, convertida hoy en un esclavo de uso de bienes de consumo, donde el papel que uso para escribir tiene la impronta de alguno de estos seres sobre explotados por nuestras manos.

Subí ayer al desierto y al mirarlos altaneros sobre la montaña volví a renovar mi necesidad de restaurar el daño que he hecho al planeta. Así es entonces que me volcaré con más fuerza en este proceso.  La imagen de Matusalén llena mis recuerdos y poniendo un poco de magia, lo veo sonreír  ahí donde se encuentra escondido y custodiado por guardabosques en Nevada.

DZ