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James
James. Foto de irishtimes.com

Pretender parir sin que el niño esté listo para nacer, es un absurdo, pero las contracciones comenzaron y no había forma de frenarlas. Mi madre salió a buscar a la partera, mi embarazo tenía una estela de mal augurio así que lo más probable era que no sobreviviríamos ni el bebe, ni yo.

Los dolores comenzaban en la espalda y corrían hacia enfrente con una fuerza que me robaba el aliento. La ropa comenzó a pegárseme a la piel húmeda, las respiración se volvió jadeante. Los recuerdos del forcejeo con los militares para violarme, hacían más dolorosa cada contracción. Las sensaciones del cuerpo, emociones y el pensamiento se juntaban, es algo inexplicable cuando se quiere expulsar lo que trae dentro y no se puede.

En el cuarto estaba mi madre y la partera una mujer enorme de anchas caderas. Permeaba una tranquilidad extraña, pues mi corta edad ponía en peligro mi vida y era difícil que sobreviviera. Mantenían una tensa calma, la mujer con sus manos grandes después de un par de horas de contracciones, confirmó lo que ya sabía; el niño venía volteado. “¡Corre trae al doctor del campamento NOW!” le gritó a su hijo. El niño de unos diez años de edad que estaba en el quicio de la puerta de la puerta de entrada, corrió con sus pies descalzos por el camino. El polvo de la tierra seca dejó una estela tras de sí y se perdió en la lejanía. El campamento militar estaba cerca de dos kilómetros hacia el este, pero el chiquillo era rápido como el diablo.

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James. Foto de irishtimes.com

La casa estaba en un risco al final del hermoso cabo, uno que hablaba del extremo de un país, de un continente, de un mundo. Lo llamaron Kaap die Goeie Hoop en afrikáans, Cabo de Buena Esperanza, al final de África, ahí donde el viento da la vuelta, poblado de arbustos llamados fynbos.

Mientras el día se iba levantando, la naturaleza feroz recibía la temperatura candente del sol que iba en aumento, las moscas se colaron por la ventana de madera del fondo y revoloteaban encontrando un sabor dulzón en el sudor de mi frente, la matrona con un trapo las espantaba y solo fue hasta que pidió una palangana de agua y zúcar que fueron capturadas, aterrizando en el dulce líquido donde empezaron a morirse horriblemente, ahogadas. Sin evitarlo mi mente me llevó a pensar que yo tendría un final similar en las próximas horas, ahogada en mi propia sangre.

Cuando pensé que ya no podía más apareció el doctor, con su bata blanca. Un hombre de estatura baja con unos zapatos extraños que lo hacían ver más alto. La ropa holgada, y un ceño fruncido con cara de pocos amigos enmarcaba de piel blanca de su rostro.

“Dr. Barry she is in pain, not going to make it” “Está sufriendo, tiene mucho dolor, la estamos perdiendo” le dijo la mujer con las manos llenas de sangre.

El Dr.: Barry pidió a las mujeres hacerse a un lado, tenía una voz suave pero firme. Las instrucciones eran claras y precisas mostrando un carácter duro y con fuerza de mando. “ ¿Qué edad tiene?” pregunto con rabia” “Once” respondió mi madre avergonzada. Su disgusto era inevitable el Dr. vociferó un insulto hacia los suyos, ese detalle me hizo sentir en manos protectoras y de pronto realice que quizá después de todo, talvez no iba a morirme.

Mientras, sentía que me desgarraba por dentro. Pidió traer más agua caliente, sábanas y un palo para que pudiera morder. El hijo de la partera iba y venía con lo que se le pedía como si a sus diez años esta escena le fuera tan familiar que se anticipaba a las palabras de su madre trayendo todo con una rapidez inusitada.

Mi atención estaba en no fenecer, de pronto sentí un hierro sobre mi vientre, el palo que traía en mi boca recibió la fuerza de un alarido ahogado antes de perder el sentido. Esta era la segunda o tercera cesárea practicada en África.

Horas después recuperé el sentido y los llantos del niño me hicieron estar consciente de que no había muerto y me puse a llorar. Me pasaron a mi hijo, lo puse sobre mi pecho desnudo y como si hubiera sabido como hacerlo se prendó de él, chupando desesperado. Era más blanco que negro cosa que le haría aun más difícil la vida, pues no pertenecería ni a una etnia ni a otra. Yo era negra, color del que me percaté hasta que vi un blanco por primera vez en mi vida. Los ingleses llegaron a conquistar este pedazo de tierra en 1806. Antes de eso, mi piel era igual que la de los demás por lo que no había ni etiquetas, ni diferencia.

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James. Foto de irishtimes.com

Al bebe le puse James en honor a mi doctor, al parecer también lo hizo la primera mujer a la que practicó un procedimiento igual. Durante los siguientes días me vino a ver, me dijo que no podía moverme durante algún tiempo, mientras sanaba mi herida. Un canal enorme de roja apariencia remendado y suturado como un costal se iba desinflamado con los días. La rajada comenzaba en medio de mis costillas y terminaba hasta debajo de mi vientre.

Durante los días siguientes que vino a hacerme las curaciones pude observar con más detenimiento a mi salvador. Había algo en el que me generaba curiosidad. Su extraña apariencia y agresivo comportamiento le crearon fricciones según se contaba, incluso se decía que se disputó en mas de un duelo. Fue repetidamente sumariado y objeto, por lo menos, de una corte marcial, como resultado de la cual fue degradado. Pero tenía fama de abogar por los más débiles, los enfermos mentales, los esclavos, los prisioneros y los soldados sin esperanza y quizá sus permanentes denuncias molestaron a más de uno.

Se rumoraba en el campamento que tenía una relación con otro hombre, nada más y nada menos que el gobernador Lord Somerset con quien vivía. Rumores que llegaron hasta los altos mandos y fue tema de una investigación con una comisión real para investigar dicha realisación, que aunque fue infructuosa si genero un daño irreparable a la carrera política del gobernador.

El Dr. tenía fama de ser un medico extraordinario las tropas a su cuidado tenían una situación sanitaria excelente, controlando incluso las enfermedades venéreas, cuidando epidemias como la del cólera y atendiendo sin horario a quien lo necesitaba. Sus cirugías eran más exitosas que las de muchos médicos y el cuidado de los pacientes con lepra no dejaba duda de sus prodigios como médico.

Por más que indagué sobre mi extraño salvador, no pude saciar mi sed curiosa hasta el día que fui a Londres unos veinte años más tarde. Me case con un buen hombre que nos llevo a mi hijo y a mi vivir cerca de la espectacular ciudad. Durante un par de años me dediqué a indagar sobre mi salvador y finalmente di con su rastro y me dijeron que había muerto.

Encontré el lugar donde estaba enterrado en Londres. El cuidador del cementerio busco la tumba en el libro de actas y leyó con detenimiento: “Doctor James Miranda Steward Barry (1795-1865), Inspector General de Hospitales de su Majestad Británica; cuarta fila lapida 23.

Fui lentamente como si se tratara de un ritual, puse una rosa blanca, en agradecimiento póstumo.

Un par de metros hacia abajo el enterrador que abría la tierra con su pala, se acerco a mi. Mi piel llamo su atención y la curiosidad lo trajo hacia donde estaba y queriendo entablar una conversación me dijo:

“¿Sabia que aquí yace una mujer? nació en Irlanda el siglo pasado como Margaret Ann Bulkley. Cuentan que desgracias económicas familiares la pusieron bajo la tutela de su tío, un pintor con el nombre de James Barry, que era pro feminista. Junto con algunos amigos de la Gran Bretaña y de un capitán de apellido Miranda que era Venezolano la ayudaron a ingresar a la Facultad de Medicina de Edimburgo. La vestieran de hombre, le cortaron el pelo y con un nombre que intercalaba el de sus cómplices, se graduó tres años después. Burlando a todas las autoridad, pasó el examen del Royal College of Surgeons e ingresó a las Fuerzas Armadas en 1813 cuando los planes de ir a Venezuela a ejercer su profesión se vieron truncados; sirvió incluso en la batalla de Waterloo en 1815.

Fue médico asistente, cirujano asistente, cirujano jefe, médico del Estado Mayor, asistente de inspector general de hospitales y finalmente inspector general de hospitales, el grado más alto al que alguien sin carrera militar podía aspirar en el Reino Unido.

Viajó a Ciudad del Cabo en Sudáfrica, Mauritius, Jamaica, Saint Helena, Antigua, Trinidad, Malta, Corfú y Canadá. Conoció a la famosísima Florence Nightingale quien se refirió a él como la criatura, más endurecida que había conocido.

“Si usted supiera cómo se dieron cuenta que era mujer no lo creería.”

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Foto de express.co.uk.

Realmente estaba fascinada con la historia, me senté sobre una tumba que estaba a unos metros y puse mi sombrilla para taparme el sol mientras seguía embebida con la historia.

“Antes de morir de disentería, pido que se le enterrase con la ropa que llevaba, ella tenia ya setenta años y había llegado a Londres un par de años antes. Pero la enfermera encargada la despojo de su ropa y encontró el secreto. Además de haber visto unas marcas en su abdomen que la hacia pensar que en algún momento había sido madre. Se decía que de niña había tenido un embarazo que avergonzó a su familia y del hijo nunca se supo qué pasó.”

Inhalé el aire cálido, vi unas moscas revolotear por encima de mi cabeza y no pude evitar sonreír.

Por DZ

Claudia Gómez

Twitter: @claudia56044195