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Ix Kaknab

Me he puesto las botas, los pies los tengo helados. Me cubro con cuanto trapo he echado en la maleta. Amanece a menos de dos grados y la neblina húmeda los hace sentir a quince bajo cero.

El vaho de mi respiración me hace sonreír, parece que se congela y siento que se convierte en nieve.

Empujo a mis pies y estos caminan sobre las lajas mojadas de la banqueta en San Cristóbal de las Casas con cuidado, resbalosas ya me costaron hace un tiempo, una mano fracturada.

Cavilo en silencio formas para encontrar cómo alejar el lenguaje del desencanto que tanto me molesta, este que se tiñe con palabras que culpabilizadoras, victimizadoras, tejen una telaraña en las conversaciones que escucho a diario y son fuente del inmovilismo que como plaga, se va adueñando de los espacios.

Cada vez que las quejas incesantes de lo mal que está todo inundan las superficies, un hilo de este lenguaje se me tensa en cada frase. Se va anudando poco a poco generando un ovillo que pesa y de pronto me encuentro con los hombros derrotados reforzando los circuitos cerebrales del pesimismo, porque pareciera que sólo hay denuncias y reclamos crónicos volviendo los lamentos en una fuente de contaminación invisible, impulsándola en un efecto de rebote que acaricia el alma de los otros.

Podría ser, que ya es un deporte nacional, el abrumamiento de esta forma de expresar lamentos. El lenguaje semiótico, artísticamente en mi mente, se dibuja a brochazos en la imagen del llanto de las plañideras en los velorios.

La miseria de la desmoralización que ha seguido al lenguaje del desencanto, brota de lo profundo que habita en la interpretación de los sentimientos que es sin duda móvil de los individuos. De ahí como río acude a la razón alimentada por esa fuente y a posteriori racionaliza el lenguaje vertiendo su contenido en palabras lastimeras. Si ahí solo hay cultivos de decepción y hastío, se vuelve un engrudo que genera inmovilidad.

Con la mirada hacia abajo cavilando cómo desanudar mi tragedia mental, mis ojos se postran en la acera de al lado; hay una mujer pequeñita que se balancea queriendo subir un peso enorme sobre su espalda. La piel arrugada me enseña sus muchos años a cuesta y veo su traje Tzotzil de falda negra, anudada a la cintura. Una camisa bordada a mano cubre el dorso y deja desnudos los ante brazos. Lleva el pelo canoso tejido en dos trenzas, que cuelgan sobre su pecho. Se delinean en el rostro esas arrugas de sabiduría que parecen libros, de esos que no tienen letras.

Me acerco y brota el instinto de ayudarla y sonriendo con unos dientes pulcros, supongo que me da las gracias en su lengua. Comienza a caminar y observo la correa que apretada lleva en la frente para sostener la pesada carga.

No puedo evitar ver sus pies callosos cubiertos apenas por unos huaraches delgaditos y miro los míos cubiertos por unas pesadas botas y es ahí donde encuentro una hebra para tejerme a letras y plasmarlas sobre el papel.

La vida para estas mujeres, se construye tan distinto a la mía. En ellas no hay espacio para la queja, ni domingos de descanso.

Grandes distancias cubiertas a pie bajando por los altos de Chiapas para alcanzar el largo trecho entre su comunidad y el mercado. Un par de días después regresan cansadas de dormir en las calles, para levantarse al alba, haciendo las labores de la casa, la siembra y el cuidado de los hijos que los llevan en el pecho.

Llevan en el alma el dolor del nivel de alcoholismo de sus hombres que es alarmante y la drogadicción de sus jóvenes que crece en cifras que denuncian el dolor de su pueblo.

La gran parte de los Tzotziles es monolingüista, y conforman el segundo grupo étnico más grande del estado de Chiapas en México.

Abrazan la dura tasa de mortandad, principalmente en niños, que resuena al paso de la desnutrición y las duras condiciones de vida .

Así como todos los problemas que a cada familia de este país aqueja, a ellos se le suman además el de marginación extrema, con todo lo que ello conlleva.

Mi mente regresa a fijar mi atención en la bella mujer y voy siguiendo el paso rítmico de sus pies. Un par de cuadras adelante están esperándola, son unas mujeres jóvenes que además de lo que llevan en la espalda cargan a sus hijos colgados en rebozos.

Me acerco y mientras la ayudo a bajar la pesada carga una joven de ojos almendrados me dice en español, “dice mi abuela que gracias.”

Están comiendo mandarinas y me ofrecen una, así que gozosa acepto la invitación mientras me siento a su lado y me enfrasco en una hermosa conversación donde lo único que no escuché en ningún momento, fueron lamentos o la lista de problemas que las abruman. Iban traduciendo respuestas a mis preguntas y las que yo les procuraba a las suyas. Embebida con los remedios que me comparten para las reumas, diabetes, dolor de cabeza, refuerzo lo que ya sabía; sus prácticas terapéuticas ancestrales en la medicina tradicional, se entreteje con la riqueza de una cosmovisión ajena al mundo occidental.

Les quedan por delante unas seis horas a pie hasta su pueblo, esta vez no alcanza ni para un trayecto en camión, así que se apresuran a cargarse de nuevo y antes de despedirme la anciana que lleva por nombre Ix Kaknab me toma una mano y en su lengua me dice una frase mientras me clava su mirada profunda.

“Sí no has oído a la naturaleza susurrándote últimamente, es un buen momento para darle la oportunidad.” Busco la mirada de su nieta y esta presurosa me traduce.

Entonces el pecho se me inflama, los ojos se me llenan de agua de esa que baña el agradecimiento y la belleza de sus palabras se vuelven el bálsamo que necesitaba para continuar mi día con un ritmo nuevo.

Pido permiso, me acerco y la abrazo, en mis brazos estrecho la fuerza de la tierra, y la sabiduría de lo simple, mientras coloca su mano sobre mi rostro.

Ahora levanto la mirada ya no necesita posarse hacia el suelo, el paisaje es hermoso, las montañas apiñadas de encinos, acariciados por la bruma que esconde el calor del sol. De pronto me parecen más bellas que nunca y no es que desaparezca lo que acontece con mirar a la naturaleza y sorprenderse de su belleza; es cultivar el asombro en su mágica forma de cambiar la química del cuerpo, produciendo dopamina a través de contemplar sus verdes bosques, el sonido del inmenso mar, el sabor de sus ricas frutas, la caricia del sol sobre la piel.

En verdad no es lo que nos sucede si no lo que hacemos con ello. Porque seguiremos apiñados de problemas, seguiremos cargados de cada fractura de nuestra condición humana, pero aún con ello se puede mirar con posibilidades de comenzar a hacer cambios.

Emprender la cruzada con el lenguaje; a cada palabra de denuncia una que proponga, a cada queja sin solución un espacio para volverla fértil, a cada propuesta una acción que la presida.

Y sí, mirar a la naturaleza inhalarla y llevarla a lo profundo, cultivar el alma con espiritualidad, arte y música. Sin duda entonces nos regresaremos al mundo para ponernos con los hombros echados hacia atrás, la mirada puesta hacia el frente y el corazón agradecido puesto a construir, o reconstruir el espacio que tanto nos aqueja.

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DZ

A Gaby y a Tere gracias, son estas manos amorosas quienes ayudan a completar mis escritos, limpiándolos de mis múltiples errores y omisiones.