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Entre danzas y el altar de muertos

Estos días se cobra de colores cobrizos  un fragmento de tiempo que asoma al otoño en todo este bello país. Uno que parece que se desgaja por momentos y aún así las calles se tiñen de bellos colores, vistiendo todo el territorio nacional.

Las flores amarillas de cempasúchil, van llenando con su aroma la fisionomía de una tierra que hoy como siempre, presenta grandes retos.

Los altares de muertos evocan ese sincretismo que tanto nos distingue, van fundiendo una concepción unitaria del alma, con este paisaje de impermanencia que nos cubre, mientras pasamos por aquí.

Se suman elementos que se amalgaman con la nueva identidad de este mexicano que es raíz, conquista y fusión hispana.

La belleza de los rituales llenos de un simbolismo espectacular, nos van acercando sin que nos demos cuenta, aunque estemos tan profundamente divididos. Cada símbolo nos hace ponernos por unos días en una sintonía distinta al quehacer cotidiano. Pareciera que ahí donde baila la huesuda, somos capaces de ser solo mexicanos, de esos que por unos segundos nos reconocemos como seres humanos, que entendemos que ahí donde iremos, no nos llevaremos nada.

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Se unifica un sentido solemne, festivo, jocoso y religioso que se ha ido transformando con el paso de los siglos. Se ha vuelto unidad dialéctica: binomio de vida-muerte, conviviendo con todas las manifestaciones de esta, que es nuestra cultura.

Las bellas calaveras de papel maché emulando distintos oficios, en su representación iconoclasta, por momentos nos distraen de nuestros enormes problemas, aquellos que hablan  de corrupción, violencia y desintegración. Por momentos fifís y chairos son lo mismo, Desde luego nos laceran los rezagos educativos, los que se tejen en la profunda diferencia qué hay entre los que tienen y los que no. Y aún así, con todo eso también somos, el desfile, con sus grandes carruajes, cubrimos de escenarios donde la teatralidad nos representa en distas firmas, ahora los niños disfrazados van sumando las tradiciones de otros lados.

México es vasto pero aún así, la fumarola del Iztaccíhuatl que se dibuja, enmarcando el valle de La Ciudad de México, es testigo de un pueblo que cobra vida mientras la muerte también baila a su lado.

La riqueza en el simbolismo del acto de morir como comienzo de un viaje al mas allá, reposa en la cosmovisión de las creencias nahuas y de otros pueblos.  Esas que, pese a la conquista, se dibujan en las formas, manifiesto de que nunca se conquista del todo.

Un mundo estructurado, espacio de los muertos descarnados, donde se accede después de cuatro días de haber expirado el último aliento.

Un viaje  al lugar donde la identidad anímica que nos conforma viaja y después de cruzar el umbral, parte de nuevo  por cuatro años accediendo a las nueve dimensiones del Mictlán donde las pruebas si son aprobabas, marcan el regreso para el descanso eterno.

Con el eco de esta creencia, entonces durante  días comienza el minucioso proceso de construir un altar. Aunque muchos  no lo sepan, es un recuerdo de las fiestas que comenzaban en agosto y duraban mas de un mes, antes de la llegada de los españoles.

Hoy se llenan los espacios de las casas, de la vía pública y los cementerios, de símbolos profundos donde las almas danzan entre la comida y las flores.  Se encienden el copal y el incienso purificadores, guiándolas  hacia a la ofrenda. Se colocan papeles picados llenos de bellas figuras,  donde los brillantes colores marcan  la pureza y el duelo para algunos y solo el gusto por ponerlos para otros.

El fuego de las velas, va iluminando con parsimonia, el camino de las almas de ida y regreso a su morada.

El famoso pan de muerto con sus huesos azucarados y los alfeñiques de tantos materiales hechos arte, que se burlan de la muerte.

Evocan una sonrisa pícara, las calaveras Garbanceras hoy llamadas Catrinas, salidas de los límites del lienzo y el grabado que brotaron de la inspiración de Posadas, a principios del siglo XX, iluminado por los escritos de los periódico llamados de “Combate”, que hablaban a través de los huesos, de este mestizaje tan nuestro.

Fruta y quizá una botella de Tequila o Mezcal para festejar la vida;  sal para purificar, un poco de agua para dejar de manifiesto que esta es la fuente de la vida. Ceniza que nos recuerda que eso somos y que en eso nos convertiremos.

Un rosario, para aquello de limpiar de “idolatrías falsas” en el altar, un par de fotos de aquellos que se nos adelantaron, emprendiendo el viaje antes y los ayudamos a regresar solo por estos días, iluminando su camino con cirios en forma de cruz.

Los rezos se fusionan en los altares con la fiesta de Todo Santos, está que llegó con  la nueva fe,  a estas tierras. El mundo católico, nacido del otro lado del mar, se hizo uno con el paisaje multicolor, fiestas que son invocación para establecer contacto con las fuerzas celestes y terrenales.

El Día de Muertos recalca un patrimonio cultural que es inmaterial y gran riqueza de la humanidad, un tejido que deja las huellas profundas de las raíces, de la conquista, de nuevas formas que se suman a los altares donde aparecen brujas y espantapájaros despistados con calderos, buscando dulces memorando las fiestas celtas, matizadas con la cultura norteamericana.

Una fuerza que se va mezclando aunque no queramos, se teje sin darnos cuenta  con los rasgos de lo de antes con lo de ahora, llenando de simbolismos nuevos esta forma que tenemos de honrar nuestros rituales.

Serán unos días de descanso para algunos en lo que sigue, visitando los cementerios para saludar a los nuestros, para sentirnos uno con lo eterno,  para seguir ahí donde la vida se teje en su multifacética dureza.

Todavía en algunos lugares el adorno de las tumbas recuerda esta estrecha franja entre la vida y la muerte. Un recuerdo de que ahí estaremos y que no morimos el todo, mientras alguien nos recuerde.

Cada lugar va llenándose de esta fiesta donde vivos y muertos nos vemos por unos días. Recibimos a los que partieron con los aromas de nuestros tamales y chocolate caliente. Olvidamos los momentos duros y quizá decidimos  revestirlos de fiesta porque duele menos.

Qué no se pierdan nuestros rituales, son sentido de unidad, arraigo profundo de pertenencia y así nos enfrentamos usando su fuerza, para hacer frente a este México tan nuestro, que se impone pese a sus fracturas, que busca resurgir una y otra vez imponiéndose a su historia, tejiéndose distinto al son de los bailes de las calaveras.

DZ

Calavera literaria de la época de la revolución. Versos que evocan a la muerte usando la picardía para burlarse de ella.

Eran los tiempos aquellos

los días de la revolución

cuando la muerte se apareció

indecisa estaba pues no sabía si llevarse a uno de la bola o ya de perdis

A todo el pelotón.

La calaca sentada se reía

porque de uno y otro bando a cada minuto

alguien caía.

La muerte alzó la vista porque por el camino

alguien venía.

Era mi general Zapata.

“Ey guapo le dijo”, acá está tu Adelita

Y mi general al verla se dio cuenta que era la huesuda hay que maldita.

Ya murió Zapata, ya lo llevan a enterrar

no lo mató una bala, no lo mató un cañón

fue la calavera que le gustó ese bigotón.