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Noviembre en Gaelico
Noviembre en Gaelico. Foto: El Español.

Las calabazas gigantes brotan por encima de la tierra, y las hojas se desprenden de los árboles en colores rojizos y naranja, junto a las vides en tierra de vinos ya sin uvas, en el hemisferio norte del planeta. No hay como el otoño para acercarse a la tierra, olerla y reconectarse con uno mismo a través de ella. En el fondo hay un peregrinar que acompaña las estaciones del año, hasta abrazar la posibilidad de escuchar ya cerca del invierno, el llamado del alma para reflexionar.

La naturaleza rige muchos de mis estados de ánimo, sintiéndome identificada sobre todo con el otoño,  una estación que impulsa mis pies hacia el sosiego y desde ahí a la creatividad. Es en este mes donde escribir se vuelve una explosion de ideas, donde el diccionario se vuelve un espacio para rasgar, romper y rearmar un lenguaje que me permite expresar de nuevas maneras, quebrando la pesada rutina. El frío comienza a despertarme, los días soleados de este tiempo son bellisimos.

En gaelico Samhain significa “Noviembre”, un nombre que cruza el tiempo desde la antigua Irlanda y que  marcaba  el final del verano y el inicio del invierno. Un impasse que permitía a las almas de los muertos volver a sus casas terrenales por un día. Un tiempo liminal en el que se levantaba el velo entre los reinos de lo humano y el espiritual.

Es inevitable viajar en el tiempo cuando uno ha tenido la oportunidad de estar en este mes en Europa. He sido bendecida al caminar por Galicia en esta temporada, rumbo a Santiago de Compostela y he podido imaginar la preparación de las fiestas que acompañaron el compás de los tiempos durante siglos, antes de que el mundo cristiano sembrara sus semillas sobre estas tierras.

Poder entender el hondo significado de un pueblo que me parece fascinante y entrar en el entramado de sus creencias, es un recurso que me permite entender por que tenían una cosmogonía tan rica, regida por las respuestas en las que encontraban quietud y fortalecían sus creencias.  Su forma de abrazar el mundo por más que intentaron borrarla otras culturas, sigue teniendo una fuerza tan patente, que es inevitable sonreir.

Hoy sus rituales se mezclan con la modernidad. En el mundo globalizado junto a las tradiciones ancestrales como en México, las calabazas se abrazan a los altares de muertos, donde desde la llegada del otoño imponen su reinado, recordando la leyenda irlandesa de Jack, un hombre malvado que talló un farol con un nabo para alejar al diablo. Con el paso de los siglos se ha convertido en una tradición de Halloween, en la que las calabazas se esculpen y se iluminan con velas para crear faroles de Jack-O’-Lantern, convertidas en concursos, donde las familias tallan esculturas con distintos rostros para lucir frente a sus casas.

Sé que los preparativos de las fiestas de Samhain duraban varios días. Con la imaginación que me acompaña, durante mi largo caminar por esas tierras, estoy segura de haber sentido incluso el calor de las inmensas fogatas sagradas de roble, en las noches estrelladas donde la vía láctea marcaba el rumbo a Finisterre.

La disposición de los pueblos al ritual, iba generando un espacio propicio para la quema de animales y cosechas. Entonces era tiempo sagrado para reunirse y poner en marcha asuntos importantes, todos expectantes asistían a la toma de posesión del nuevo rey que estaría ocupando el cetro durante un año. Era época para saldar las deudas, y se llevaban a cabo juicios por los delitos cometidos haciendo justicia en consecuencia. 

Por supuesto que también aparecía la Reina de las Hadas, convocando a su corte durante Samhain. Han sido a lo largo de los siglos, encuentros mágicos que se mezclan con otros seres del bosque, criaturas que mantienen la tensión mientras se narraban sus historias. Hoy las hemos ido perdiendo de a poquitos, hemos desplazado nuestros rituales para entrar de lleno en el mundo del consumo, donde lo que importa es el disfraz, el gasto que provee hacer fiestas y darle a los niños dulces producidos en grandes fábricas. 

Hace seis años, al bajar la montaña que me acercaba a Santiago de Compostela, entre cientos de castaños frescos, imaginé hombres y mujeres usando pieles de animales, llevando sobre sus cabezas cornamentas en forma de disfraces. Era la noche del 31 de Octubre, el espacio brillaba con un fuego que saltaba formando figuras que invitaban a crear historias que después, en el círculo donde las danzas se llevaban a cabo, se abría el espacio para escucharlas.

Imaginé aquellos Druidas, sacerdotes y sacerdotisas que adivinaban la suerte del año venidero, usando los restos de los animales sacrificados. Mientras, el vino corría durante la noche llenando de euforia a sus participantes, pensaban que durante la fiesta, aparecía una batalla donde el arma más poderosa era la imaginación. Las casas de las aldeas tenían las puertas abiertas, dándole espacio a estos seres que no habían visto la luz desde su partida, sólo este día, se les permitía interactuar con los seres vivientes.

Embriagados y confundidos, los seres vivos les proveíamos los dones de los dioses en forma de dulces hechos de fruta.  Aparecía lo bueno, lo bello y lo verdadero, buscando que volviera a reinar la paz.

Dar dulces a los niños tenía un sin fin de explicaciones, los celtas dejaban comida afuera de sus hogares para apaciguar a los espíritus que viajaban por la tierra esa noche. Con el tiempo, la gente empezó a vestirse como estos seres sobrenaturales a cambio de ofrendas similares de comida y bebida. Volviéndose una tradición el tocar la puerta para ser recibidos con viandas para dejar los hogares en paz.

Podría ser que la bendición de los dulces provenga de la práctica escocesa de disfrazarse, que es una versión secular de “souling”. Durante la Edad Media, generalmente los niños y los adultos pobres recolectaban comida y dinero en los hogares locales a cambio de oraciones por los muertos en el día de Todos los Difuntos.

Poco a poco la tradición se fue moldeando hasta abandonar las oraciones en favor de prácticas no religiosas, con la inclusión de canciones, chistes y otros “trucos”. De ahí el  treat or trick, dulce o truco.

Cuando el territorio del hemisferio norte de América fue colonizado, estas tradiciones se mezclaron y  se fueron transformando, y de ahí surgió el “belsnickel in”, una tradición navideña germano-estadounidense en la que los niños se disfrazaban y luego llamaban a sus vecinos, para ver si los adultos podían adivinar las identidades de los disfrazados. Éstos eran recompensados ​​con comida u otras golosinas, si nadie podía identificarlos.

En forma natural, todavía asociamos esta fiesta con la muerte. Estos días  no tienen tiempo, no pertenecen ni al verano ni al invierno. El reino humano ya no está sujeto a las reglas del mundo físico, es época de paz. Estando el reino espiritual tan cerca, este no es el momento para las triviales peleas humanas. Es tiempo de reflexión, de soltar y comenzar a edificar para lo que viene. Este abordaje me parece bellísimo y me fue regalado por una mujer que leía las cartas en un café.

El 31 de Octubre fue durante muchos siglos, el último día del año, en muchas partes del territorio europeo, y al día siguiente comenzaba un ciclo nuevo.  Los celtas acompañaron con su peculiar forma de ver el mundo al menos unos tres mil años, ocupando las islas británicas, la parte del norte de Francia y España.

Si no han tenido la oportunidad de tomar una queimada, debo decir que lo acompaña un ritual precioso, entendiendo que hoy es fuente de ingresos para los pobladores que con gusto la llevan a cabo para los turistas. Es una bebida alcohólica de la tradición gallega, a la que se le atribuyen facultades curativas y se afirma que, tomada tras la pronunciación del conjuro, funciona como protección contra maleficios y los malos espíritus.

Elaborada con aguardiente de orujo y otros ingredientes, como granos de café o cáscara de limón y naranja, se queman para rebajar el alcohol. El ritual de la queimada incluye recitar el “Conxuro da queimada”, un encantamiento que se lee en voz alta mientras se prepara la bebida, y que le confiere a la queimada sus poderes. Las palabras mágicas se recitan mientras se remueve el líquido con un cucharón, levantándolo y dejando caer la pócima ardiendo desde lo alto, preparada en un recipiente de barro llamado “pote da queimada”.

Probarlo fue algo que marcó mi vida y que dejó en O’Cebreiro, una experiencia inolvidable donde bailé y bailé como si algo se apoderara de mí.

Sentí que ya no era yo ni vivía en este tiempo, bebí de las copas de plata destinadas a la clase sacerdotal, comí de las plantas destinadas a la festividad, y oré a los dioses pidiendo creatividad, serenidad y claridad. Todo se movía, un mareo profundo me hizo perder el equilibrio y caí al suelo. Tendida vi el fuego de la hoguera tomando formas, se iban convirtiendo en seres que danzaban a mi lado.

Al día siguiente no pude evitar sentir un dolor fuerte en la cabeza, un olor a alcohol impregnó la almohada donde había dormido.

Hoy sé que sólo fue un sueño, pero sobre la silla de mi diminuta recámara había un collar de muérdago que nunca he podido explicar qué hacía ahí. Los celtas creían que esta planta tiene propiedades para hacer a las personas invisibles, además de sus poderes curativos.

Hoy una sonrisa inevitable sigue cruzando mi rostro en estas fechas. Sigo embebida con los cuentos y leyendas de esta cultura que se niega a desaparecer, y que continúa dejando reminiscencias en muchos detalles. Honro su existencia mientras pongo mi altar de muertos, un sincretismo de tradiciones que suman a que mi vida tenga una riqueza enorme, enmarcada por tradiciones que siguen generando en mí, una necesidad ineludible.

Por DZ

Claudia Gómez

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