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Día 31, ¿Dónde me pongo?
Foto de DZ

Dónde se pone uno, dónde está el manual para estos casos; esa es la pregunta que me asalta desde el día que dije que iría.

Las escenas de lo probable, revolotean en mi cabeza, el sol avisa que ya amaneció y hoy es el día marcado en el calendario para el encuentro. Un 31 de diciembre distinto, extraño, donde el COVID es el tema de la agenda y la emergencia que lo acompaña con cada sentido, en son de alerta para la humanidad; meses y meses de hastío, de miedo y de zozobra.

Hoy, a mi día le sumo el ingrediente de la ansiedad, un poco de miedo y las famosas mariposas que revolotean en el estómago y que me hacen sudar las manos; sin duda la incertidumbre de no saber cuál es mi lugar en la dinámica de esta celebración de fin de año, es una ensalada aderezada de distintas emociones.

Durante años, me cobijó el agradecimiento por todo lo que si tengo; la posibilidad de celebrar estas fechas sabiendo que hay tantos que no pueden, me duele. Así que busqué siempre la manera de acompañar a otras familias llevándoles una cena para estos días, llevando a mis hijos desde pequeñitos a hacerlo muy temprano el día de navidad. Convencida que las tradiciones, los rituales y las costumbres familiares son esenciales para nuestro anclaje al mundo, desde que pude adopte las costumbres navideñas entendiendo la fuerza que ejercen en el sentido de pertenencia. Desde luego que son el sincretismo de muchas culturas, un aderezo ecléctico de todo lo que me parece bello, con la escusa de poder reunirnos y estar juntos.

En la casa, mi mente inquieta también estaba puesta en los detalles para los festejos, la mesa puesta un día anterior, los nombres de cada uno en los letreros pequeñitos puestos sobre los cuernos de unos renos de metal en cada lugar. Un pavo orgánico, buscándolo en los pasillos del mercado de San Juan, días antes. Todo comenzaba con su elaboración, remojándolo por tres días en agua con sal de grano y especies. Puré de camote, sopa de castañas o de papa, o caldo de res con ravioles, relleno, arroz salvaje. Pero sin duda lo que más había, era la emoción de estar todos juntos una vez más, la música de villancicos en el fondo y las risas con anécdotas cada vez más aderezadas.

Eso hacemos las familias, vamos remachando las anécdotas, remendándolas, cociéndolas, suturándolas quitándoles los ingredientes molestos, los que duelen y no queremos recordar. Y de pronto aquel tío sin embargo, se vuelve un sangrón, le agregamos arrugas a la cara, la mirada la volvemos altanera. Aquella tía malhumorada se ha ido convirtiendo en una bruja donde una navidad le pintamos una verruga y a la siguiente una joroba. El abuelo que no nos hacía caso, lo volvemos santo y un tipazo.  El primo oveja negra de la familia, se vuelve el innombrable. Después de repetirlo una y otra vez los recuerdos se van matizando hasta creernos la narrativa que hemos inventado.

Doce uvas, una tradición francesa/española que siempre me pone en aprietos, pues es imposible acabárselas en el tiempo estimado. Pero la mejor parte está destinada para los abrazos, esos son sin duda mi momento favorito. Ahí donde los brazos llevan mensajes de agradecimiento, consuelo, deseos y porque no, también de palabras no habladas donde “lo siento” juega un papel en medio del festejo. Al final de la noche después del reparto de regalos, un juego de cartas, carcajadas que se van apagando mientras el reloj va avanzando. Terminando la velada íbamos despidiendo a cada uno con la satisfacción de que la pasamos muy bien y que el cansancio acumulado en los huesos ha valido la pena.

Esta vez la historia es distinta. Es un 31 donde ya no estoy en la casa que vio crecer a mis hijos, es la segunda navidad que no estoy. Un día antes comienzo a cocinar. Salsa de hongos al cilantro para la carne que llevará el grande de mis hijos y su esposa. Hago un arroz salvaje con almendras y arándanos que me queda modestia aparte,  soberbio. Ensalada de palmitos y fondos de alcachofa con aderezo de zarzamoras. Este año no habrá el tradicional menú, solo habrá bacalao para no romper del todo con la tradición y ese no me toco a mí.

¿Será mucho? ¿Me he pasado? ¿Cuál es el punto medio?

Ufff una tras otra comienza las preguntas sin respuesta mientras me voy vistiendo, hoy es el día marcado en el calendario para la invitación de ir a la que fue mi recinto por más de treinta años.

“¿Mamá vienes a Poner la mesa conmigo?” Pregunta el más pequeño de mis hijos que hoy tiene veinticuatro.

Uff vaya dilema.

Ya no soy quien lleva las riendas de la casa, ese papel lo fungí a cabalidad durante años, pero eso quedo allá y entonces. Así que decido que no; mi papel es el de invitada. Más tarde comienza el ritual de ir tejiendo como me disfrazo como una. El arte de interactuar en los distintos escenarios de la vida, va acompañado de la destreza de saber cómo ponerse los atuendos para cada ocasión.

Me pinto de lápiz labial una sonrisa linda, me lavo los dientes con bicarbonato y limón. Ya no veo bien, pero me da la impresión que se ven blancos. Cuido el color de las uñas, me peino bonito pero sin exagerar.

Reviso mi atuendo varías veces. Me pongo y me quito camisas de colores, al final me quedo con el negro, siempre elegante, conservador, discreto y sobrio. Pero también con un halo de misterio, abrazando la rebeldía y la formalidad. Algunos analistas dicen que es el color predilecto de la gente insegura que intenta reflejar fortalezas donde no las hay. ¿Será? Seguramente, tengo la convicción de que por detrás de cada elección hay un mensaje cifrado. Para el vestuario de una ocasión como hoy, he cuidado cada detalle.

Llego a las 8:00 en punto, no antes, no después, la puntualidad me distingue tanto que a veces parezco grosera. Me importa el tiempo de los otros, no me gusta hacer esperar a nadie si puedo evitarlo.

Entro por la puerta principal, estoy entre las paredes que durante más de 30 años vieron transcurrir mi vida cotidiana. Una vida llena de emociones, nacimientos, enfermedades, accidentes, enojos, tristezas, de encuentros y desencuentros, pero sobre todo risas que se quedaron guardadas entre sus muros, recibiendo el pasó de los años mientras cada niño crecía hasta volverse adulto.

Saludo, hay una tensión desde hace días. ¿Cómo será el encuentro, como será esta nueva forma de estar? ¿Podría ser que el sueño de una convivencia sana después de una separación, sea posible? Estoy segura de que para aquellos que pasan por una separación, cuando hay hijos de por medio esta pregunta revolotea siempre.

Al final reino la cordialidad, tuve que morderme la boca para no meterme en lo que si me importa. Logre no dirigir, no recoger compulsivamente, no levantarme para ir a la cocina una y otra vez y ver qué todo estuviera bien y sentarme quieta en mi lugar de la mesa sin sentir que me derretía de a poquitos.

Una cena tranquila, deliciosa, un reencuentro de dos que ya no están juntos, pero que saben que una relación cordial es más sana que una llena de reproches.

Apenas salió por la puerta el primero de mis hijos, me levanté de la mesa y me despedí.

Di un último vistazo a la casa y salí por la puerta principal con mis toppers.

Llegue a mi casa una media hora después, me quite el disfraz, me metí a bañar y de pronto el agua tibia me hizo darme cuenta de que durante esas horas estuve anestesiada. De una manera inconsciente suprimí mis emociones, me protegí. Las pude guardar para cumplir el sueño donde la paz puede reinar pese a las fracturas.

Personifique mi papel de invitada a la perfección. Pero para hacerlo tuve que entrar en estado de hibernación. Quizá la próxima vez ya no haga falta, se va amaestrando la posibilidad de ir más allá de uno y saber que los otros están ahí, aprendiendo y observando cómo se puede hacer distinto esto de convivir con padres separados.

Más allá de mí, mis hijos estuvieron contentos. Logramos ponernos en modo de civilidad y eso fue grandioso. Dejamos los reproches, las facturas no pagadas, las preguntas no contestadas; para otro día.

Así que pase la prueba sin tener que usar alcohol, algún calmante o caer en depresión. Logre acomodar mi personaje de invitada sin tropiezos.  Encarne la idea de que cada relación tiene dos versiones, igual de válidas y que desde ahí existe la posibilidad de tejer un espacio para la convivencia, cuando lo que queda es el fruto maravilloso de ese encuentro, que son los hijos. Ellos sobre todo ellos, no tienen por qué pagar los desencuentros de sus padres, escuchándolos hablar mal el uno del otro, aventándose los platos llenos de reproches cada vez que pueden. Eso toca acomodarlo en otros espacios, buscando la manera de llegar acuerdos. Me quedo con esta sensación de saber que es posible bajar la guardia, entrar en un impasse donde se dejen las emociones tras la puerta y se pueda permitir que reine la paz pese a nuestras diferencias.

Quizá esta será la primera de muchas celebraciones donde podamos estar sin sacarnos los ojos. Sin recriminarnos y seguir siendo lo que siempre fuimos;  muy buenos papás, con todos nuestros errores y aciertos. De esos papas humanos, que la riegan y redireccionan. De esos que piensan que siempre pudieron hacerlo mejor.

Por DZ

Claudia Gómez

Twitter: @claudia56044195