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Estamos entrenados para vivir con miedo a la muerte, con la idea de que no debemos mirarla, ni mucho menos observarla.

Para muchos la muerte es como lo peor del ciclo de la vida, ese final en el que la mayoría de las veces nos proyectamos con el temor más grande de perder de vista todo lo que tenemos en frente.

Quienes fotografían la muerte siempre son cuestionados por haber elegido esa tarea diaria o bien, para los que la hemos aprendido a observar para después fotografiarla, las preguntas abundan y la incomprensión a lo que respondamos, también.

La vida y la muerte deberían de ser tratados con la misma delicadeza, antagónicos y explosivos.

El fotoperiodista o incluso quien guste documentar distintos tipos de muerte, no solo buscan fotografiar a quien ha perdido la vida, sino recrear una composición visual que el cuerpo de quien ya no está en esta frecuencia terrenal, genere la percepción en que lo mira, una especie de hechizo: la vida acaba.

Tampoco estamos acostumbrados a ver de manera natural el sentimiento de fotografiar el dolor y la desgracia propia y ajena. Hoy más que nunca estamos entrenados y capacitados para capturar y compartir todo lo bueno que nos pasa e incluso hasta producir y hacer creer a quien nos mira, que no existe nada imperfecto ni mucho menos malo.

La vida está impregnada de muerte, al igual que en aquellas épocas en donde las epidemias mataban a pueblos enteros. Tal es el caso que hoy revivimos con el Covid19, como si no tuviéramos aún las herramientas y avances tecnológicos suficientes.

Pero claro, hoy nuestro país está tan solo a unos cuantos pasos de que el tema de los migrantes se convierta en un verdadero problema en el que nos involucre a todos.

En Chiapas los albergues han comenzado a restringir el acceso y el apoyo a los migrantes centroamericanos, las ciudades fronterizas están recibiendo a todos aquellos que Estados Unidos les ha negado el acceso y los han devuelto sin nada, sin dinero, sin ropa, sin ganas, sin ilusiones y sin saber qué hacer.

Estamos al borde de que otra parte de México se agite y traiga reacciones sociales, humanas y económicas que no sepamos qué ofrecerles a todos aquellos que no puedan regresar a casa, que sean secuestrados por el crimen organizado, que sean secuestrados o simplemente que mueran en el transcurso.

Como este hombre que yace debajo de esa sábana blanca en medio del distribuidor vial en Lázaro Cárdenas, Mexicali.

Allí quedaron sus pertenencias regadas arriba y abajo; la mochila quedó de lado de las vías del tren y el resto alrededor en el piso, en una especie perfecta en su acomodo y dirección.

Según la información que publica el fotoperiodista Víctor Medina, el migrante trató de subirse al tren de carga mientras iba en movimiento y al no poder sostenerse, ni guardar el equilibrio, cayó sobre el asfalto urbano.

Lo que hizo Víctor, no solo fue documentar una noticia terrible para cualquier medio local, sino encontrar una especie de consideración u homenaje a ese hombre desconocido que recibió un golpe en seco y sin saber el desfiguro físico, murió allí.

Dos líneas que se cruzan, una intersección, como la vida misma. Las velocidades de dos caminos, uno que va y el otro que viene, elija usted el sentido que desee. El encapsulamiento hacia un cuerpo que intentó moverse, alejarse y huir de ese boulevard, de esa ciudad, de este país.

Un migrante que sintió la adrenalina a flor de piel para brincar al tren y seguir su camino, porque a ese lugar no pertenecía.

La fotografía que encapsula la vida, con la luz tan clara como la del amanecer, el contraste de la oscuridad de un asfalto que ha visto todo, contra la blancura de una sábana o manta que emana vida, una que acabó ya.

La fotografía de nota roja, tan mal valorada, tan mal explicada, tan poco observada. En estos casos confieso que podría seguir observando esta imagen y encontrar el ocaso de quien salió de su casa, pensando que llegaría a Estados Unidos y sería el personaje de su familia que rompería con la historia familiar y él sería el valiente y el triunfador.

Quizá le hizo la promesa a alguien que nunca volvería, porque tendría las agallas y la suerte de vivir mejor y no sería un perdedor como tantos que terminan volviendo sin haber podido lograr nada.

Allí a un lado de la manta blanca, quedaron sus dos cigarros, un encendedor del Oxxo y un celular. Allá arriba una cubeta, con morral, unos tenis y muchas manzanas.

Sobre el piso, la vida de un migrante que no encontró por dónde y que terminó por cumplir, que nunca más volvería de donde salió.

Un migrante que cumplió con nunca más volver - screen-shot-2021-04-26-at-193638-1
Foto: Víctor Medina