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Mi hermana me regaló libros usados por Navidad. Una vecina, anciana bibliófila, falleció; y los familiares donaron su colección a la biblioteca local. Mi hermana consiguió algunos: no es bibliófila, pero sabe cuánto vale un libro.

La familia de la bibliófila y mi hermana ayudan a que los libros avancen en su desigual batalla contra plataformas de películas, pantallas y crecientes posibilidades de ocio, traídas a este tiempo por herramientas y programas electrónicos.

Con internet, vivimos un cambio en la tecnología comunicacional, al nivel del surgimiento de la imprenta, cuando la industria editorial transformó al mundo: los libros restaron a la Iglesia una influencia que jamás pudo recuperar.

La diversidad de la ilustración en las mentes, debilitó la conclusión de Dios todopoderoso y sus mandamientos, que decidían la posición de cada quien en la vida.

Por la imprenta y la facilidad para imprimir miles de libros, la idea divina del mundo, única hasta entonces, se convirtió en una idea más. Y, por la brecha que abrieron los libros en la Iglesia, entró el poder de los reyes.

El Estado fueron los reyes. “L´État cest moi”: Luis VIX tenía 16 años cuando lo dijo (13 de abril de 1655, Parlamento de París). Pero llegaron los periódicos, como otro cambio comunicacional, de proporciones similares al de la imprenta.

La información cotidiana sobre el orbe permitió a los súbditos comparar la labor de sus soberanos. La propia revolución negra de Haití, que derrocó a Francia como su metrópoli, se inspiró en la Revolución francesa, destructora de Luis XVI.

Los reyes fueron sustituidos por aristocracias y oligarquías: pequeños grupos de personas que dominaron el mundo hasta ser barridos por otro cambio comunicacional: el telégrafo, radio, cine. No había que leer para estar enterado.

El nivel de entendimiento generado por los medios masivos de comunicación en millones de personas, propició el triunfo de la democracia occidental en la Guerra Fría, con su idea de libertad individual, política y económica.

En ninguno de estos grandes y definitorios cambios comunicacionales, el libro perdió ascendencia. Al contrario, perteneció a la categoría de la cuchara, el martillo, la rueda y las tijeras: “Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor”, explica Umberto Eco.

Pero hoy internet, con su laberinto de información y entretenimiento, tiene en jaque al libro. Muchos prefieren ver Pedro Páramo en Netflix, a leerlo.

Y, como en todas las batallas, lo que más cuenta es el concurso de los esfuerzos laudables: pienso en mis amigos Rafael Pérez Gay y su hijo Alonso, sacando adelante a la editorial Cal y Arena, con mil artes.

Pienso en mi hermana Chuchi, quien bajo el sol calcinante, jala su carrito de mano colmado de libros viejos.

Para regalármelos por Navidad.