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La bomba lanzada por Trump al calificar la expulsión de migrantes como una operación militar, justo cuando sus secretarios de Estado y de Seguridad Nacional estaban en México, evidencia lo difícil que será negociar con su gobierno. Ante cualquier posible entendimiento, Trump siempre reafirma sus banderas de campaña. Las contradicciones en el gabinete a veces ocultan algo peor: la consistencia del presidente.

Los recientes actos de Trump con sus seguidores en Florida y con los conservadores en Washington dejan ver que mantiene total sintonía con una base que lo celebra y hasta lo idolatra. No sé si Trump cree todo lo que dice, pero no hay duda de que le sirve para afianzar el apoyo de esos adeptos.

Recordemos que Trump representa sobre todo a votantes que por razones económicas o culturales se sienten marginados o amenazados en su propio país. No son los más pobres ni están en minoría, pero sí son los más enojados y los más dispuestos a respaldar un cambio que les signifique el retorno a la grandeza perdida. En su lógica, Trump les ofrece dignidad y los convierte en protagonistas de la transformación.

El problema es que, para muchos, esa reconquista exige saldar cuentas o cobrar revancha a los supuestos responsables del “desastre histórico”. No importa si el señalamiento es infundado, lo imperioso es culpar a alguien. Al final, lo que importa no es quién las debe, sino quién las paga.

En la más pura lógica de los populismos modernos, Trump identificó desde la campaña dos grandes culpables: el establishment de Washington y los inmigrantes. México juega en ambas pistas pues, según el presidente, lo mismo ha “abusado” de los políticos de su país en el comercio que lo ha plagado de “bad hombres”. El simplismo y la crueldad de su discurso, lejos de restarle, conectan con el ánimo de revancha de sus seguidores.

Por ello, en este momento Trump difícilmente hará concesiones a esa parte de la realidad que va más allá de él y de los suyos. Ese es el tablero en el que se juega cualquier negociación con su gobierno.