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La integración del frente amplio opositor puede significar una aberración ideológica y hasta un signo de debilidad del PAN y del PRD, como ha escrito Jesús Silva-Herzog (Reforma, 3/7/2017). Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente electoral y de cara al 2018, esto no significa que la apuesta carezca de racionalidad.

Si el hombre a vencer en 2018 es Andrés Manuel López Obrador, la experiencia del Estado de México indicaría que lo más conveniente para sus adversarios es que el PRD vaya sin alianza y con un candidato fuerte: nada le restaría más votos a Morena.

No obstante, el cálculo no es tan simple. Todos los contendientes saben que si el PRD queda suelto, aumenta exponencialmente el riesgo de que acabe sumándose a la candidatura de López Obrador en cualquier momento del proceso.

Este sería el peor escenario para el PAN y también para los dirigentes perredistas, conscientes de que su partido quedaría en manos de AMLO. Por el contrario, como parte de un bloque, el PRD ya no podría ser engullido y, aun mermado, conseguiría sobrevivir y mantener sus prerrogativas.

Para el PAN, el frente representa un doble beneficio: impedir la unión entre el PRD y Morena, y sumar votos. Cierto, ante una alianza con la derecha, un sector del perredismo optaría por Morena, pero otra parte del voto sí llegaría al candidato aliancista.

Desde afuera, es muy probable que el cálculo del PRI también apunte al frente. Si bien no le conviene que el PAN sume votos del PRD, por pocos que sean, descartaría un riesgo mayor: la migración perredista hacia López Obrador.

Una alianza para el 2018 parece muy conveniente tanto para el PRD como para el PAN y, además, no ofrece al PRI motivos para boicotearla. Aun así, su viabilidad es incierta.

El principal obstáculo no es definir un programa mutuo de gobierno, sino encontrar un candidato común. Porque, aunque para los partidos la alianza sea electoralmente favorable, a los aspirantes solo les hará sentido si son ellos los elegidos. Y resulta que no todos pueden serlo.