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Ahora que la tarifa dinámica de Uber desató a los demonios (y también a las diablitas) de la defensa a ultranza del libre mercado, hay que ver que en medio de estas prácticas del más libre de los capitalismos, prevalecen los precios controlados.

El precio de las gasolinas, por ejemplo, se fija en las oficinas de la Secretaría de Hacienda en Palacio Nacional y no como consecuencia del juego de la oferta y la demanda de los hidrocarburos en el mundo.

Pero también hay una larga lista de precios libres que viven con la eterna tentación de amplios grupos de la sociedad de ponerles controles como antaño.

No han pasado muchos años desde que en este país había un número importante de productos que tenían un precio oficial. Desde una oficina pública determinaban cuánto debía costar por ejemplo un kilo de tortillas, que fue de hecho uno de los últimos precios de la canasta básica en liberarse.

En aquellos tiempos del Estado interventor era comprensible que hasta un policía encabezara la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco), porque se trataba de castigar a los comerciantes que se atrevieran a violar el precio que era único y controlado.

Evidentemente que los precios fijos de los años 70 y 80 provocaban escasez, falta de competencia y hasta mercados negros paralelos de productos de mejor calidad a los que se encontraban en los anaqueles de las tiendas. Recuerdo muy bien cómo en los mercados ambulantes se vendían jabones de tocador que no vendían en los supermercados.

En esos tiempos, si se pretendía comprar un litro de leche, primero había que encontrarla disponible y después acompañarla de una bolsa de pan dulce para que se concretara la venta. O las tortillerías, que condicionaban al comprador a envolver el alimento con el papel que ahí vendían.

Con el cambio de política económica, desde los años 90 se fueron eliminando los precios controlados. Hasta la relación peso dólar transitó, con dolor, hacia un esquema de libre flotación.

Hoy que los precios son determinados en los mercados, sea por colusión, competencia, presión, acaparamiento, o como sea, la autoridad puede investigar si hay prácticas ilegales, pero si no las hay, tiene que apechugar que un precio alto sea tolerado por el mercado.

Por eso cuando hacen anuncios de operativos tras un incremento estacional de algún producto agropecuario, por ejemplo, la realidad es que no pueden hacer mucho si no demuestran una mala práctica comercial.

De ahí que resulte interesante la determinación de Profeco y Diconsa de intentar compensar con las reglas del juego del libre mercado un incremento que sí pesa en las familias.

La compra de 200 toneladas de limón para venderlas a su precio es tanto como cuando el Banco de México toma sus dólares y los coloca en el mercado cambiario al precio que ellos quieren.

Es un grano de arena, una semilla de limón, comparado con el poder de distribución de las cadenas particulares, pero da una alternativa que podría influir de alguna manera en la determinación del precio de esta fruta.

Así, estas instancias del gobierno federal pueden comprar el limón al mayoreo y determinar su precio y entonces sí vigilar que sus distribuidores lo den al precio que ellos fijaron para su producto.

Así que si la vida le da limones a Profeco y Diconsa, en esta economía de mercado, pues qué bueno que los vendan a mejores precios.