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Lo que me gusta de la primavera es Vivaldi, la luz que entra como un navajazo entre las cortinas de la habitación hiriendo mis ojos, calentando los primeros minutos de mi consciencia. Me cautivan los trinos que parecieran amplificarse desde antes de clarear y centuplicarse conforme avanza el sol. Me gusta la sonata de primavera de Valle Inclán; la cautela y el pudor, la timidez y la duda de un amor germinal.

De la primavera también me gustan los mangos; partirlos en tapita y chuparlos hasta embarrarme las ganas, los botones de las orquídeas lilas. Casi todo lo que ocurre en primavera me gusta pero mi espectáculo favorito —y por mucho— es cuando florecen las jacarandas y la Ciudad de México alcanza su epítome de belleza.

Las jacarandas no son una especie endogámica mexicana. El jardinero —y maestro paisajista japonés— Tatsugoro Matsumoto llegó a México un poco antes del año 1900 invitado por un minero y hacendado mexicano, José Landero y Coss, para que le diseñara un magnífico jardín japonés en las cercanías de

Pachuca. Consumado el trabajo, Matsumoto se dedicó a cuidar los jardines de la residencia de Porfirio Díaz, a planear espacios verdes para Chapultepec y a diseñar jardines en residencias de la ciudad, principalmente en la colonia Roma.

El jardinero importó de Brasil ejemplares de jacaranda mimosifolia y le pegaron muy bien en su vivero de la colonia Roma. En el primer lustro de los años 20, Matsumoto recomendó al presidente Álvaro Obregón la plantación masiva de jacarandas por toda la capital mexicana. Una década después de-silusionaría al presidente Pascual Ortiz Rubio, quien quería solicitar —como donativo a Japón— árboles de cerezo y plantarlos por toda la ciudad —ya había ocurrido una donación similar en Washington—. Matsumoto aseguró que los cerezos no prosperarían ya que necesitaban un cambio radical de temperaturas entre invierno y primavera —cosa que no ocurre en nuestra ciudad—. Matsumoto murió en 1955 y heredó a Sanshiro, su hijo, la tradición jardinera.

Si sales hoy a la calle podrás admirar el color violáceo de la ciudad; jacarandas que viven en los parques, en los bulevares, en las aceras. El Periférico y la Alameda están desbordados de ellas, brotan de los techos y presumen su edad. Las jacarandas jóvenes —delgadas y poco frondosas— retoñan botones, como los incipientes pechos de una adolescente. En sus hermosos troncos, las jacarandas maduras dejan crecer ramas que se multiplican y sostienen una cantidad inverosímil de flores moradas desplegando su preciosura y magnificencia sin ningún pudor. Y si hay algo de viento en la ciudad, ¡llueven flores de jacaranda! ¿Quién no ha cruzado un charco de flores violetas intentando no pisarlas o salir a la calle y tener el parabrisas repleto de ellas?

Como diría la gran Chavela Vargas —estoy segura de que también lo dirían las jacarandas si oyésemos su voz—: “Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana”, les hago coro y suscribo emocionada.