La crisis de la minera Buenavista del Cobre, en Sonora, ha abierto un frente para las autoridades regulatorias nacionales que fue abiertamente reconocida por el secretario del Medio Ambiente y Recursos Naturales, Juan José Guerra Abud, y que debe ser atendida: la legislación ambiental en México es laxa. Pero esa flexibilidad o laxitud legal no … Continued
La crisis de la minera Buenavista del Cobre, en Sonora, ha abierto un frente para las autoridades regulatorias nacionales que fue abiertamente reconocida por el secretario del Medio Ambiente y Recursos Naturales, Juan José Guerra Abud, y que debe ser atendida: la legislación ambiental en México es laxa.
Pero esa flexibilidad o laxitud legal no sólo es para fines punitivos -es decir castigar la conducta de las empresas o personas que generan daño ambiental-, sino que es floja, insuficiente, imprecisa muchas veces y desactualizada en cuanto a los instrumentos jurídicos para prevenir con rigor que se contaminen aguas, aire o tierra.
Es común que muchas empresas internacionales que trabajan en México deben cumplir con normas rígidas en sus países de origen y otras naciones donde producen. Pero aquí –con muchas excepciones- no traen las mismas prácticas o estándares por lo costoso que puede ser o sencillamente porque la regulación mexicana no lo pide. Incluso, hasta les puede hacer ruido por razones de homologación.
De ahí que muchas empresas se constriñan a cumplir las regulaciones nacionales y un poquito más, pero nada más.
El reconocimiento del titular de Semarnat, en entrevista por radio con Joaquín López-Dóriga, recoge una de las quejas habituales de varias directivos de instituciones que tienen a su cargo vigilancia de la conducta adecuada y ética de las empresas industriales: “no hay suficientes dientes” legales para disuadir o para sancionar con rigor a empresas contaminantes, ni suficientes inspectores para cubrir.
Se sabe, se vive en el día a día, a veces con frustración al no poder actuar contras empresas o sectores industriales. Pero en muchos casos queda como algo que no se puede evitar si no cambia el marco jurídico.
Y peor aún, muchas veces ni siquiera se cuenta con parámetros nacionales para algunas actividades acerca de los niveles permisibles de contaminantes, de tal manera que no atenten contra la flora, la fauna y la seguridad humana.
No es raro tampoco que muchas empresas cuenten con los certificados de Industria Limpia que se obtienen a través de procesos propios de auditorías ambientales internas, sólo corroborados por empresas externas y los reguladores ambientales. No hay ahora capacidad económica, ni humana que se encargara desde el gobierno, de llevar a cabo todas esas certificaciones si apenas se tienen inspectores.
Tampoco hay un marco que disuadiera con claridad la transparencia en los procesos de inspección ambiental para impedir prácticas de corrupción, si los órganos gubernamentales fueron los encargados de certificar el cumplimiento de las normas para evitar la contaminación y los accidentes industriales con impacto ambiental.
La laxitud de las leyes no es que se apliquen montos mínimos de sanciones, como los 4 millones o los hasta 40 millones de pesos de tope como los que deberá pagar Grupo México derivado del accidente que ha puesto en jaque la vida de siete comunidades y más de 22 mil 500 personas, además de indemnizar con miles de millones de pesos por los cuantiosos daños ambientales y a la producción, bajo el amparo de la Ley de Responsabilidad Ambiental.
Va más en la tónica de la prevención. De impedir al máximo posible que las cosas ocurran.
Por ello lo que se debería esperar es que se revise la legislación federal, más las estatales y municipales en materia ambiental y penal en lo referente a daños ambientales.
Por ejemplo, hay un caso que lleva años ocurriendo en los estados de Puebla y Tlaxcala. La contaminación de los ríos por parte de mezclilleros y otras industrias que han convertido los caudales en depósitos de una gran cantidad de químicos y metales pesados tóxicos que potencialmente ponen en riesgo la salud de las personas y la producción.
La falta de claridad sobre los límites de lo que a cada autoridad corresponde, sobre todo estatales y municipales, y la imposibilidad de obligar a los industriales a sentarse para resolver la problemática ha generado una especie de ping pong en el reparto de responsabilidades.
Recientemente se instaló un órgano gubernamental en esas entidades para analizar la situación pero la gran barrera que enfrentan los participantes, durante sus liberaciones, es una laxa legislación y escasa inspección.
Sólo se frenará ese proceso de contaminación ambiental indiscriminada –sea al agua, la tierra o el aire- si existe una ley rígida y procesos exhaustivos de inspección, a manera de prevención.
Tal vez por coyuntura política, el Partido Verde Ecologista Mexicano (PVEM) anunció que presentaría una iniciativa de reformas a la Ley de Responsabilidad Ambiental para incrementar las sanciones.
Pero el punto no es sancionar; es prevenir y ahí es donde correspondería más al Ejecutivo Federal –a los órganos que se encargan de regular, prevenir y sancionar los daños ambientales- estructurar todos los elementos que “les den dientes”, pero que también les permita estructurar sistemas de vigilancia e inspección efectivos, así como la integración de parámetros no sólo para cubrir los requisitos nacionales sino que se ajusten a las mejores prácticas y estándares internacionales.
De nada sirve llevar al país a altos niveles de desarrollo mundial si ello es a costa de generar estropicios ambientales que dañen a la integridad de la población, su patrimonio, su agua, su tierra y su aire. No cabe la fórmula riqueza a cambio de degradación ambiental.