Desde que México renunció a mantener una política comercial cerrada y renunció a los planteamientos de la sustitución de importaciones, no han sido pocos los empresarios y sus agrupaciones que tomaron la bandera de exigir una política industrial. Sobre todo en esos primeros años de apertura, que fue tan drástica y abrupta, muchos sectores industriales … Continued
Desde que México renunció a mantener una política comercial cerrada y renunció a los planteamientos de la sustitución de importaciones, no han sido pocos los empresarios y sus agrupaciones que tomaron la bandera de exigir una política industrial.
Sobre todo en esos primeros años de apertura, que fue tan drástica y abrupta, muchos sectores industriales extrañaban los tiempos de nula competencia en que el gobierno se convertía en un aliado estratégico en la fijación de los precios.
La calidad era un asunto poco importante ante la tolerancia y fomento de prácticas monopólicas y oligopólicas en el mercado mexicano. Y cómo no habría de ser así, cuando el gobierno participaba como agente económico monopólico. Eso es lo que extrañaban muchos en los tiempos de Salinas de Gortari y el camino que se pavimentaba hacia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
A los gobiernos calificados de neoliberales les colgaron la frase aquella de que la mejor política industrial es la que no existe, lo que no hizo sino agudizar y aumentar el volumen del reclamo empresarial.
La apertura fue mucho más rápida que el nivel de adaptación de muchos sectores. Quedó claro que las fuerzas de mercado no son infalibles y menos cuando los competidores no tienen todos los elementos para dar la batalla.
Por ejemplo, la reforma energética llegó 20 años después de que el TLCAN y esa reforma, junto con otras recién logradas como la financiera, de competencia económica o la laboral, son parte de una política industrial.
Bueno, hasta la construcción de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México es parte de una política industrial. Pero pensar en el regreso de los viejos tiempos proteccionistas no parece posible, ni siquiera en estos tiempos de la reinstauración del priísmo.
La defensa sectorial es también una práctica regular durante los últimos gobiernos, desde las sanciones comerciales que aplicó Felipe Calderón a Estados Unidos ante la negativa de abrir el transporte de carga, hasta las recientes medidas anunciadas hace unos días para proteger a los productores de calzado mexicanos.
Lo que sí van a hacer y pronto es ponerle uno de esos nombres tan bonitos que se les ocurren, como las reformas transformadoras, o aquello de Crezcamos Juntos y qué tal Prospera. Sin embargo, más allá del marketing político son acciones de gobierno en el camino de una mejor regulación sin intervención en las cadenas productivas.
En breve llegarán a la Cámara de Diputados dos iniciativas para reglamentar la competitividad y modificar la ley de Planeación. Éstas y las reformas aprobadas recibirán un título similar a una nueva política industrial.
Lo cierto es que todas las reformas que ha emprendido el gobierno de Peña Nieto apuntan en esa dirección del fomento industrial. Desde el financiamiento hasta la regularización del mercado de energéticos, pasando por el intento de fiscalización de los informales.
Sólo que hay que dejar ver el producto en el empaque correcto. Por eso es que ante el viejo reclamo de tener una política industrial, pronto veremos su presentación ante los empresarios que volverán a aplaudir a rabiar las acciones gubernamentales.