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Me reconozco simpatizante del mando único policial. Mi razonamiento es simple: 32 policías estatales deben ser más difíciles de vulnerar que mil y tantas municipales.

Ayotzinapa y sus circunstancias forzaron al presidente Peña Nieto a echar mano de esta opción que nunca lo convenció. El 1 de diciembre envió al Congreso la iniciativa del mando único con el argumento de acabar con los pretextos para cumplir en seguridad. Su razonamiento, por lo visto, es también una adecuación del principio de La navaja de Ockham: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta.

Los líderes en el Congreso deben pensar lo mismo, pues se comprometieron a aprobar la iniciativa en diciembre.

Todo iba muy bien hasta que un grupo de ciudadanos que han trabajado en verdad el tema de la seguridad gritó ¡detente! No se oponen, piden una explicación, preguntan por el esfuerzo presupuestal que el mando único conllevaría, subrayan que solo deben desaparecer las policías que se justifiquen como excepción. Y afirman que hay cuerpos municipales mucho mejores que los estatales. En el índice de la organización Causa en común, por ejemplo, acaso Baja California, Nuevo León, DF, Chiapas y Querétaro cuentan con policías de buen nivel.

Cuál es la prisa, entonces, por resolver en días algo cuyo correcto funcionamiento tomará al menos una generación. Qué necesidad hay de convertir el sentido de urgencia en una legislación a las carreras. Más que la de Ockham, el Congreso debería asegurarse que la navaja que nos podría traer paz tenga un filo agudísimo.

De acero muy templado.