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Dediqué la semana pasada a glosar los rasgos de uno de los momentos fundadores de la brutalidad policiaca mexicana, su escuela de violencia, tortura, ilegalidad, la costumbre criminal que sigue siendo norma en la conducta de tantos representantes de la fuerza pública.

El momento fundador a que me referí, siguiendo las investigaciones del historiador Benjamin Smith, son los años setentas del siglo pasado, los años del despliegue de la primera guerra contra las drogas declarada por México, bajo la presión del gobierno de Nixon.

Recuerdo que al fundarse la Comisión de Derechos Humanos en 1990, de la que fui consejero honorario durante la presidencia de Jorge Carpizo, un asunto prioritario, el primero de la agenda, era el carácter sistemático de la tortura en los cuerpos policiacos.

La práctica parecía asociada entonces a una provisión del código penal que definía la primera declaración de los detenidos como “la prueba madre” del proceso. Esto, pensamos entonces, era una invitación a los policías para resolver sus casos rápido, obligando a sus detenidos a declararse culpables mediante coacción y tortura.

El retiro de aquella provisión legal fue uno de los primeros éxitos de la CNDH. Supusimos resuelto el origen institucional del problema. El problema, desde luego, era más profundo. La violencia y la tortura eran ya, para esos momentos, prácticas constitutivas del proceder policiaco. Era una costumbre adquirida en los años setentas durante la guerra sucia contra la guerrilla y la guerra sucia contra las drogas.

La costumbre sigue ahí, más extendida que nunca. En un artículo reciente Catalina Pérez Correa recordó la magnitud del asunto, citando una encuesta del Inegi sobre las cárceles:

De las 64.150 personas encuestadas en 2016, 75 por ciento afirmó haber sufrido algún tipo de “violencia psicológica” durante el arresto, esto incluye maltratos tan graves como ser desvestido o asfixiado. Casi el 64 por ciento de los encuestados sufrió agresiones físicas, incluidas patadas o puñetazos, lesiones por aplastamiento y descargas eléctricas. La conclusión es abrumadora: siete de cada 10 personas detenidas en el país sufrió amenazas o agresiones por parte de la autoridad que lo detuvo. Si la detenida es mujer, los abusos frecuentemente son sexuales (https://nyti.ms/2BohVgm).

La costumbre sigue ahí.