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Cuando el Presidente Enrique Peña Nieto expuso hace algunos meses, en una entrevista periodística colectiva, que el problema de la corrupción era cultural, tocaba apenas una de las aristas de una situación de mayor fondo.

Cierto la corrupción es cultural, pero es resultado de una serie de factores que han hecho de la corruptela una forma de actuación para abrir toda puerta en el mundo del poder, los negocios y la vida cotidiana. Bueno hasta es el caso de los franeleros que han hecho de los espacios públicos su posesión ante una pléyade de comodinos que prefieren dejar el automóvil a caminar unas calles, y a veces hasta pasos.

Pero el caso Iguala ha venido a dejar al descubierto las venas de un sistema social enfermo, que se ha venido descomponiendo por décadas. 

No sólo es reflejo del ascenso de la delincuencia organizada a la esfera del poder, sino del silencio –por complacencia o temor- de muchos sectores en Iguala, tal como por años ocurrió en Michoacán y sucede en otras entidades del país.

Callar y no denunciar ha servido para que proliferen los grupos delincuenciales o grupos de poder que hacen y deshacen a su antojo. No es sencillo hacerlo público. La vida puede ir de por medio.

Es lo que ocurrió a Arturo Hernández Cardona, líder de la Unidad Popular, quien encaró al desaparecido y hoy prófugo presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, a quien directamente acusó de estar vinculado con secuestros y que señaló a la esposa del edil de ser familiar de los Beltrán Leyva. El dirigente fue asesinado al día siguiente de una asamblea donde se lo dijo frente a frente al alcalde. Otros dos líderes de la misma agrupación corrieron la misma suerte.   

Es entendible el silencio de la gente, sobre todo en una ciudad como Iguala de no más de 150 mil habitantes. Lo que no se comprende es la omisión de quienes tiene los hilos de información política, de quienes manejan “la inteligencia política o policiaca”, que supone saber todos los movimientos que ocurren en un país o una entidad federativa.

Por ello, cuando el Presidente Peña Nieto advirtió en días pasados que se aplicará la justicia “hasta donde tope”, ya sea porque  hubo acción u omisión, estaba lanzando un mensaje claro de las responsabilidades en que habrían incurrido –incluso del Gobierno del estado de Guerrero- servidores públicos.

Luego entonces hay responsabilidades penales, no sólo políticas.

El artículo séptimo del Código Penal Federal es preciso en ese tenor. Señala que “delito es el acto u omisión que sancionan las leyes penales. Y que en los delitos de resultado material –como la muerte de estudiantes normalistas y otras personas- también será atribuible… al que omita impedirlo, si éste tenía el deber jurídico de evitarlo. En estos casos se considerará que el resultado es consecuencia de una conducta omisiva, cuando se determine que el que omite impedirlo tenía el deber de actuar para ello, derivado de una ley, de un contrato o de su propio actuar precedente”.

Es omisión si se tenía información del actuar de José Luis Abarca y nada se hizo.

Pero el tema, como pretendo establecer es más de estructura que un episodio grave y doloroso como el de Guerrero. 

Viene de un dejar hacer y dejar pasar, que se exacerbó desde el año 2000 con la presidencia de Vicente Fox. Los controles políticos se relajaron.

Esa falta de control –o la negociación del mismo- y las omisiones tanto en el actuar como en el uso de la información política y de inteligencia dieron pie a la proliferación de grupos delincuenciales ligados o amparados por el poder. Pero también de políticos llegados al poder que –como en la película La Ley de Herodes- hicieron del abuso de autoridad su moneda de curso.

José Luis Abarca, el alcalde desaparecido de Iguala sólo es pus de una grave infección. 

No es un asunto de colores porque ha habido denuncias periodísticas de que todos los partidos políticos han sido permeados en diferentes rincones del país. 

Y esa actuación de los políticos ha llevado a que en la sociedad misma se vaya arraigando una cultura corrupta en qué sólo se avanza si se transa. El tejido social se ha ido rompiendo por falta de confianza y de credibilidad en que de veras se puede prosperar a las buenas.

Cuando el Presidente Peña Nieto señala que en Guerrero y otros espacios del territorio nacional la institucionalidad está debilitada es porque no existe una sociedad fuerte, empoderada que tenga capacidad y apoyo real de las instituciones -basada en el Estado de Derecho- para escupir la escoria.

Más allá del necesario esclarecimiento de las muertes y desapariciones en Iguala hay un gran reto nacional de recomponer todos los elementos que han ido rompiendo el tejido social, que han afectado la confianza en el Derecho y las instituciones que la administran y la imparten; y dañado la credibilidad sobre el correcto y ético desempeño de quienes deben servir y no servirse.

No es un solo un asunto de control de daños, sino de manejo de una situación crítica.

Percepción es realidad. Las reformas estructurales son necesarias para México a fin de avanzar hacia nuevos estadios que generen realmente crecimientos económicos sostenidos y sostenibles. Y por ende un desarrollo que haga que las familias crezcan en lo económico y en marcos de libertad real y convivencia sana.

Pero las reformas requieren una recomposición social, un acuerdo de gran calado en que se comprometan todas las fuerzas políticas, económicas y sociales, que permitan recuperar la confianza. Y la credibilidad 

La semana pasada, 38 analistas consultados por el Banco de México consideraron que la confianza del consumidor y el productor sigue baja y que la inseguridad es el primer elemento que lo provoca.

El reto no es nuevo.  En diciembre de 1973, Jesús Reyes Heroles planteó en un acto:

“¿A dónde y por dónde queremos ir? Aspiramos a una sociedad libre, integrada por hombres libres, libres de la miseria, de dominios y presiones de la inseguridad y del miedo al futuro. Queremos una economía ordenada, en que se dé ampliamente la iniciativa individual, la iniciativa social y la iniciativa estatal; en que el Estado oriente, coordine, aliente, supla y regule; en que se desconcentre geográficamente y socialmente la riqueza para que todo mexicano pueda alcanzar un poco de bienestar”.

Varias de las reformas estructurales están relacionadas con la transparencia y la rendición de cuentas. Pero no es suficiente. 

Se requieren controles reales –sobre todo políticos- y una recomposición social que debe pasar por un acuerdo nacional de gran envergadura que permita reconstruir la confianza.