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Antes que el papa Francisco, visitaron Estados Unidos tres pontífices de la Iglesia Católica: Benedicto XVI, en el 2008; Juan Pablo II, en 1979, 1981, 1984, 1987, 1993, 1995 y 1999 (esto indica que el sucesor de Pedro anduvo en Norteamérica como éste por su casa); Paulo VI lo hizo en 1965.

Ninguno de los mencionados, ni siquiera Juan Pablo II, que pisó suelo estadounidense siete veces (se rumora que las dos últimas sólo estuvo de shopping), tuvo la oportunidad de hablar ante el Congreso, el órgano depositario del Poder Legislativo de Estados Unidos, compuesto por la Cámara de Representantes y por el Senado; instancia de gobierno que según el Artículo 1 de la Constitución de los Estados Unidos, tiene la autoridad para regular el comercio interestatal e internacional, elaborar leyes, establecer cortes federales inferiores a la Suprema Corte, mantener las fuerzas armadas y declarar la guerra; inclusive, el Senado ratifica o desaprueba a los miembros del Gabinete presidencial.

Como usted verá, la jurisdicción del Congreso bicameral de nuestro vecino del norte es muy amplia e importante. Se podría decir que es el lugar donde el Tío Sam cocina la política que luego ofrecerá al mundo, que tendrá que consumirla le guste o no.

Es por eso que al redactor de lo que usted lee le parece que de todas las apariciones públicas realizadas por Su Santidad Francisco durante su viaje tanto a Cuba como a Estados Unidos, fue su intervención verbal en el Capitolio la que deja un mensaje histórico pleno de esperanza para la humanidad, un esbozo apenas de algo más trascendente que, de lograrse, contribuiría a que viviéramos en un mundo mejor.

Contra lo que algunos llegaron a creer respecto de que la presencia del pontífice y la manifestación de algunas de las ideas que Francisco expresó en otras ocasiones podrían causar asperezas entre las partes, no fue así. El obispo de Roma mostró sus dotes diplomáticas al pronunciar un discurso amable y escrupuloso con un trasfondo de sutiles reclamos, sin encono alguno.

Comenzó con una alabanza al país que lo hospedaba, al que llamó “la tierra de los libres y la patria de los valientes”.

Entre los conceptos que a continuación expresó me conmovió el siguiente en lo particular: “En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad. Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre fueron respetados. A estos pueblos y a sus naciones, desde el corazón de la democracia norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento. Aquellos primeros contactos fueron bastante convulsos y sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios del presente. Sin embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir ahora en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos a las nuevas generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda a los “vecinos”, a todo lo que nos rodea. Construir una nación nos lleva a pensarnos siempre en relación con otros, saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la lógica de la recíproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío en que lo haremos. (¿Cómo te quedó el ojo Donald Trump? ¿Escuchaste las palabras de Francisco? Sospecho que no, probablemente andabas de caza con tus hijos matando animales —piezas menores— en espera de que muy pronto tú y los que son como tú puedan hacer cacerías de seres humanos).

Francisco continúo: “Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde los tiempos de la II Guerra Mundial, lo que representa grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma en este continente las miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para nuestros hijos? No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien mirar a las personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación. Una respuesta que siempre será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes”.

Francisco pidió la abolición de la pena de muerte, solicitó el uso justo y racional de los recursos naturales, así como las soluciones tecnológicas en busca de una economía moderna, pero —especialmente— solidaria y sustentable. Preguntó: “¿Por qué las armas letales son vendidas a aquéllos que pretenden infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta que todos conocemos, es simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre y muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico de armas”.

Hasta aquí una sinopsis de lo más impresionante que, en mi concepto, manifestó Su Santidad Francisco cuando mentó la soga en la casa del ahorcado.