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Para muchas democracias resulta incomprensible que un país que mantiene abierta la posibilidad de elegir a sus líderes a través de las elecciones sea capaz de ratificar en el poder a alguien como Recep Tayyip Erdogan, como presidente de Turquía.

Pero hay un creciente número de países que han entrado en una franja híbrida entre las prácticas democráticas y los desplantes autoritarios que tienen una mejor comprensión de por qué los turcos se inclinan por conservar en el poder a un personaje que les ha causado enormes daños económico, político, social, democrático, desde un control de corte dictatorial.

Un común denominador de los países que han entregado el poder a regímenes autocráticos es el carisma de esos líderes que cautivan a una sociedad insatisfecha con los estilos políticos tradicionales.

Líderes muy cuidadosos de no trastocar el orden internacional para no propiciar una respuesta externa que amenace su permanencia en el poder, mientras que en la política interna minan las instituciones, apagan las voces opositoras y controlan el poder con el único fin de buscar la perpetuidad.

Erdogan es a los ojos del mundo ese híbrido de un político electo en las urnas, pero con prácticas autoritarias. Es un personaje que ha construido una narrativa de ser un hombre de extracción humilde que a través del esfuerzo logró escalar puestos en la política.

Es esa clase de personajes que aun violando las leyes fue capaz de revertir las causas judiciales en su contra en aparentes persecuciones que lo martirizaron y le dieron un manto de luchador social.

Y aun siendo, como dirían por acá, un ambicioso vulgar, su carisma lo encumbró hace muchos años y lo mantiene ahí, en la cima de ir por otros cinco años de poder absoluto en su país.

Turquía es una nación que estuvo muy cerca de su integración a la Unión Europea, era un país que había logrado superar viejas rencillas internas que los mantenían confrontados, sobre todo en términos religiosos.

Su eventual entrada a la unidad de países europeos estaba sustentada en una economía estable, pero también en una nación que había logrado valores de equidad de género y respeto entre los muy diversos grupos religiosos y sociales.

Sin embargo, en esos híbridos entre la democracia y el populismo, la confrontación interna es un elemento fundamental para administrar el caos.

En Turquía, como en otros países sometidos a los liderazgos carismáticos autoritarios, hay una mayoría de ciudadanos que reprueban la conducción del país, pero adoran a su líder.

La inflación en Turquía es de 45% anual, la lira turca es una de las monedas emergentes más depreciadas de los últimos años, su economía crece, pero con alto desempleo. Esto se refleja en que 60% de su población reprueba el manejo económico de Erdogan.

La segunda preocupación social más importante en Turquía es la pérdida de la democracia, que incluye la cooptación de otros poderes, de los medios de comunicación y de la libre expresión. Y en ese escenario, Recep Tayyip Erdogan se reeligió con 52% de los votos en una segunda vuelta electoral.

Habría que estar en un país similar para entender por qué esto es posible.