Reconozco la autocrítica que hacen de sus esperanzas quienes las tuvieron, celebro su honradez intelectual y su valentía, pues la reacción de los creyentes parece hoy más ácida ante los apóstatas que ante los descreídos de inicio
En una columna publicada en este mismo espacio hace tres años, escribí que las elecciones de 2018 habían sido “un himno político a las ganas de creer”.
La columna terminaba así: “México está en modo sueño y se siente muy bien. Ya le hacía falta. Falta el despertar” (agosto 3, 2018).
Creo que aquel modo sueño ha empezado a dar paso al despertar en muchos entusiastas del sueño de aquel momento. El Presidente conserva una aprobación alta, aunque 20 por ciento menor de la que tenía en febrero de 2019, pero pierde cada semana, públicamente, en la prensa, la adhesión de votantes notables.
Reconozco la autocrítica que hacen de sus esperanzas quienes las tuvieron, celebro su honradez intelectual y su valentía, pues la reacción de los creyentes parece hoy más ácida ante los apóstatas que ante los descreídos de inicio.
No estoy en la posición del desencantado porque nunca creí en aquel sueño, pero sí estoy en la posición de hacer otro tipo de autocrítica a mi visión de entonces, o si se quiere a mi ceguera, sobre lo que iba a pasar en México.
Creí que el sueño ofrecido no iba a cumplirse, que iba a tener muy malos ratos y en general malos frutos. Pero creí también que el director del sueño iba a tener sentido práctico y profesionalismo político suficientes para reconocer y negociar diferencias, aceptar realidades y actuar razonablemente apegado a la ley para dejar entrar las demandas de la sociedad a la fortaleza del proyecto, desde entonces vago, pero desde entonces imperioso, de la así llamada cuarta transformación.
Paso a paso, se han desvanecido mis esperanzas sobre el posible pragmatismo, la capacidad de corrección, el respeto a la pluralidad y a la institucionalidad de que pensé capaz a este gobierno.
No veo en el horizonte sino a un Presidente dispuesto a imponer a toda costa su voluntad política, con un proyecto económico regresivo, una política social clientelista, que conduce a la compra de votos, y un ejercicio del poder que incluye el uso político de la justicia, mexicanísima variante de la tiranía legal.