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El pasado viernes me correspondió por edad, apellido y lugar de residencia, vacunarme contra el coronavirus por primera vez. La vacuna AstraZeneca requiere de dos dosis. Todavía no me había enterado de la patraña de la vacuna de aire. De haberlo sabido hubiera yo pedido a la persona que me vacunó que me pusiera la presión a 38 libras para salir a carretera. Mi amigo César González el Pollo, después de vacunarse preguntó si podía tener sexo ese mismo día. La vacunadora le dijo que sí. Él se puso feliz: “!Qué bueno porque llevo 5 años sin poder tenerlo¡”.

No puedo dejar de mencionar que antes, durante y después de la vacunación, sentí un ambiente de cordialidad entre vacunados y vacunantes. A todos nos admiró la buena organización y el fino trato recibido por parte de los encargados de la logística y la inmunización. Varios amigos me han hecho comentarios elogiosos sobre el tema. Lo que pasa —les digo— es que estamos tan acostumbrados a ser tratados mal y a recibir malos servicios por parte de determinadas dependencias y de algunos empleados gubernamentales que esta vez que, en la Ciudad de México, se pusieron las pilas como nunca antes, nos quedamos pasmados. En cualquier país decente el trato entre la burocracia y la sociedad es así y nadie se asombra por ello.

En otro orden, entiendo que sólo serán vacunadas las personas de 16 años en adelante y que una vez concluida la primera etapa de los adultos de 60 años o más, seguirán, supongo, con las ciudadanas y los ciudadanos de 55 a 60. Pero aquí es dónde cabe la pregunta con la que encabezo mi colaboración: ¿Cuándo serán vacunadas las personas con discapacidad? Las que tienen síndrome de Down; las que viven en condición de parálisis cerebral o con alguna atrofia corporal; aquellas y aquellos que pertenecen al espectro autista; los diagnosticados con trastornos de ansiedad o con trastornos obsesivos compulsivos, no pueden esperar a ser vacunados en el rango de edad que les corresponde.

Más aun, la gran mayoría de ésta franja de la población tienen —necesitan— un cuidador, generalmente un familiar, particularmente una mujer, que las auxilia en sus necesidades básicas. Sería necesario vacunar, independientemente de su edad, tanto a la persona en condición de discapacidad como a la encargada de asistirla.

Las personas del espectro autista, por su misma condición, independientemente de su edad, con algunas excepciones, no entienden la necesidad del encierro, ni el uso del cubrebocas, ni las formalidades de la sana distancia y la desinfección constante. Muchas tienen comorbilidades que en caso de contagio hacen muy complicada su atención médica. Si es difícil que se dejen examinar por un médico, será más arduo vacunarlas sin la adecuada preparación y sensibilización sobre el tema.

Durante el confinamiento pandémico, en la crisis sanitaria por la que estamos pasando, en los hogares donde existen personas con discapacidad hay más demanda de protección ya que éstas no puedan valerse por si mismas. Es necesario que las instituciones de salud ayuden a aminorar esta carga y que consideren lo dicho aquí en los protocolos de vacunación; dedicando días y lugares especiales para hacerlo y, de ser necesario, acudir a sus domicilio para proceder.

Es prioritario que las autoridades correspondientes elaboren con urgencia un plan de vacunación específico para este grupo de personas que también son ciudadanos y tienen derechos.

Termino dedicando unas líneas a las madres de las personas con discapacidad, algunas de ellas abandonadas por su pareja en cuanto surgió el problema, las que se hacen cargo de la protección y apoyo de sus hijos vulnerables; un buen número de ellas, además, tienen que trabajar para la manutención familiar. Para ellas mi admiración, solidaridad y respeto. En especial para una que se llama Alicia Unzueta.