Elecciones 2024
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Las percepciones sobre corrupción inciden de manera destacada en el desencanto con la democracia en América Latina. Así lo documenta la más reciente edición del Latinobarómetro, a la que me referí la semana pasada. Pero hay más. La corrupción también se ha vuelto un tema central en la indignación ciudadana con los gobiernos de la región.

¡Es la corrupción, estúpidos! Esa es la conclusión a la que Alejandro Moreno llega después de comparar los niveles de aprobación presidencial entre los 18 países que incluye el Latinobarómetro. Más que las evaluaciones sobre la situación económica o la seguridad pública, el lugar que un país ocupa en la región en términos de la popularidad de su presidente estaría asociado a las percepciones sobre la corrupción (Reforma, 11 de octubre de 2015).

Pero, ¿qué pasa en México? Sabemos que la aprobación presidencial está en 35 por ciento. ¿Quiénes están en el grupo que lo aprueba y quienes no? ¿Hay alguna relación entre lo que la gente piensa sobre la corrupción y la evaluación que hace de la gestión presidencial?

Al incluir en un modelo estadístico todas las variables de las que podría depender la aprobación presidencial en México, encontramos que quienes piensan que el país progresa, que el gobierno surgió de elecciones limpias y que vivimos en una democracia tienden a evaluar más positivamente al Presidente.

Pero estas son valoraciones generales sobre el sistema político. En el ámbito del ejercicio y resultados de las políticas públicas, los datos muestran que no solo la corrupción, sino también la transparencia pesan significativamente en la aprobación presidencial. De hecho, las valoraciones sobre estos temas tienen más peso que las que se hacen sobre la situación económica y la seguridad ciudadana.

Así, los resultados de las políticas públicas ya no son suficientes para acreditar a un gobierno. Los ciudadanos exigen además que el gobierno se conduzca con honestidad y transparencia. Fondo y forma importan. En México y en América Latina.

La corrupción incide en la insatisfacción de los ciudadanos con la democracia. También alimenta la indignación con los gobiernos. Tal vez por esta última razón, mucho más que por la primera, quienes nos gobiernan harán lo que deben para combatirla. Si no porque deben, cuando menos porque les conviene.