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La ruta que ahora emprende México no podrá ser sostenible en el tiempo, por más que el grupo político gobernante tenga todo el poder y las mayorías suficientes para regresar al fracasado modelo de partido de Estado único y con una vocación estatista.

El actual régimen está todavía sustentado en la figura de una sola persona, Andrés Manuel López Obrador, quien con su presencia física compensaba todas las carencias estructurales, presupuestales y políticas.

Un líder con muy escasa preparación académica, con muchas preconcepciones ideológicas, una notable disonancia cognitiva, pero con un deslumbrante carisma y habilidad propagandística que, sin embargo, hoy ya no está.

El regreso al México del pasado encuentra su cúspide en todo el poder concentrado y manifestado en esas mayorías legislativas que ahora pueden llevar los proyectos de la imaginación de su líder a la Constitución.

Pero los años y, sobre todo, la terca realidad, se van a encargar de demostrar que volver la vista 50 años atrás no es la salida para México.

En ese proceso se perderán muchas cosas, por supuesto quizá un par de generaciones, pero también la oportunidad de que muchos de los políticos que sí tienen un verdadero pensamiento de una izquierda moderna puedan implementar un gobierno progresista que se valga de la democracia y de los valores de la economía de mercado para hacer un bien social.

Hay hoy en los más altos puestos de la función pública políticos de izquierda que quisieran voltear más a los modelos europeos que a Cuba o a Venezuela, pero están atrapados en el halo divino de su mentor.

Los populistas creen que México es inevitable para Estados Unidos como su principal socio comercial, que cercanía mata legalidad y que aún con monopolios energéticos ineficientes y un modelo autoritario, no tienen más remedio los estadounidenses que asociarse con este país.

Eso no es verdad, México pasó de ser un país de materias primas, a maquilador y a generar manufacturas avanzadas en sólo 40 años y con esa misma velocidad lo puede perder todo.

¿Qué es lo que menos les gusta a los inversionistas? Claramente la incertidumbre jurídica, los serios problemas de gobernanza que tiene este país.

Un cambio constitucional protegía y promovía inversiones privadas en materia energética y 11 años después se le mete mano a la Constitución para regresar al estatismo monopólico en las industrias petrolera, eléctrica y minera.

Esos bandazos constitucionales son los que acabaron con la economía de países como Argentina, que, aun conservando un modelo de democracia, enfrentó cambios radicales cada vez que subía la derecha o la izquierda y los inversionistas no tenían garantías de nada.

Por no hablar de aquellos países que destruyeron también sus modelos democráticos y que ahora están en condiciones de emergencia humanitaria, como Cuba o Venezuela.

El régimen actual no tiene raíces para ser de largo aliento, México, tarde o temprano, va a cambiar, sin poder definir si para mejorar o empeorar.

Por alguna razón este país está incapacitado para establecer un modelo de desarrollo congruente, de largo plazo y con posibilidades de éxito.

México está imposibilitado para plantear una visión de Estado, sin mezquindades, sin traumas ideológicos, sin mesianismos o vulgares ambiciones corruptas, que le permitan planear a 50 años.