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Dicen que en aquel diciembre de 1994 el inexperto gobierno de Ernesto Zedillo citó a los más poderosos financieros y empresarios del país para explicarles la mala condición en que se encontraban las finanzas del país. Una deuda de corto plazo brutal, un tipo de cambio amarrado y pocos recursos en la caja para hacer frente a todo lo que Carlos Salinas de Gortari había dejado atrás.

Cuando les explicaron que no había más remedio que devaluar el peso en las horas siguientes, a más de uno de los asistentes les dio un repentino retortijón que los hizo salir disparados al baño, a uno que tuviera un teléfono cerca, claro, para comunicar a sus tesorerías la noticia que acaban de conocer.

Esto forma parte del llamado error de diciembre. La buena fe, o inocencia, del gobierno entrante de buscar aliados entre los hombres de capital para buscar una salida ordenada a una enorme crisis que les habían dejado prendida por alfileres.

Simplemente había intereses diferentes y la reacción fue de protección de lo propio sobre lo ajeno ante el conocimiento de que ahí venía el golpe.

Hoy los bancos centrales se comunican entre sí y en ocasiones comparten información privilegiada que mal usada podría alterar el orden financiero mundial. Pero estos banqueros tienen una mística común y trabajan del mismo lado.

Por eso no es extraño saber que la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed) está en comunicación constante con los bancos centrales de sus principales socios y aliados. No les consultará sus decisiones, porque para eso son los todopoderosos financieros estadounidenses, pero sí dejan ver el camino que pueden seguir en sus decisiones futuras.

Recientemente, Ben Bernanke, ex banquero central de Estados Unidos y autor de los más agresivos planes de rescate económico desde la política monetaria, reconoció que medidas como los programas de liquidez, los Quantitative Easing, fueron discutidos con los bancos centrales de naciones como China, Brasil, India y México.

Ninguno de estos banqueros emergentes salió corriendo a sacar provecho de la información recibida, pero sí llevaron a sus cuartos de guerra la información que les permitió, en la medida de sus posibilidades, pertrecharse ante lo que venía.

Hoy el banco central estadounidense bajo la batuta de Janet Yellen no tiene por qué actuar diferente. Pueden mostrar ante el público una actitud egoísta y hasta autista donde aseguren que lo que pasa en el mundo, en China, no les importa. Pero la realidad es que saben de las consecuencias de sus decisiones en el resto del planeta y saben del efecto búmeran.

Si la Fed toma la decisión de subir sus tasas de interés el 16 de diciembre, podría no adelantar esta determinación a sus socios banqueros centrales, pero sí daría indicios.

No esperaríamos que don Agustín saliera corriendo a adelantarnos la noticia, pero sí podríamos esperar que en la reunión de política monetaria del Banco de México del día siguiente tuvieran un análisis más completo para argumentar el porqué de seguir a los estadounidenses.

La confianza y la credibilidad de los bancos centrales de cualquier parte del mundo son lo que da sustento a sus decisiones. Y la comunicación entre estos personajes tiene que ser tan secreta como deseable para los mercados.