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He referido en estos días algunos episodios de la matonería de Francisco Villa, tal como los recobró en un gran libro sobre él, Friedrich Katz, historiador insospechable de antivillismo.

Los pasajes de Katz palidecen, sin embargo, ante las historias reunidas por Reidezel Mendoza en su libro Los crímenes de Francisco Villa.

Mendoza ha vuelto a contar, con peculiar solidez historiográfica, 50 casos de violencia personal de Villa y de sus lugartenientes más cercanos, en los que perdieron la vida, por fuera de toda lógica militar o política, a cuenta de la violencia pura y dura, más de 1,500 personas.

Aquí están las matanzas de chinos, las matanzas de prisioneros, la ejecución de todos los hombres del pueblo sonorense de San Pedro de la Cueva, la historia de las mujeres que Villa mandó quemar, la de las que mandó dinamitar, las violaciones que indujo, las que cometió, y el asesinato de una de sus mujeres, María Arreola, porque se negaba a entregarle al hijo de ambos, Miguel.

50 casos, casi 600 páginas.

Mendoza ha tenido el acierto de mirar al pasado desde el ángulo de la sensibilidad moderna que sabe y quiere escuchar a las víctimas, más que a los héroes, con frecuencia los verdugos.

Los testimonios que recoge son en realidad ecos de las voces de las víctimas, traídas al presente por el oficio de historiador.

Son en cierto modo voces inagotables, porque es difícil olvidarlas una vez escuchadas y vuelven a la memoria por su propio peso.

La inaceptabilidad de estas historias como bagaje de un héroe depende de los detalles, es imposible aquilatar su dimensión, su horrendo significado, prescindiendo de ellos.

No es por eso un libro que se pueda resumir, pero es un libro que puede ser ayudado a hacer su camino crítico, en este año oficial de Francisco Villa, con su sola lectura.

Las historias recobradas por Mendoza inducirán al más ligero de los lectores a preguntarse cómo hemos consagrado como héroe popular a un hombre al que sus propios hombres llamaban “bestia salvaje” y a quien el mayor de sus generales, Felipe Ángeles, caracterizó como dominado por la “monomanía de matar”.