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Desde luego hay que poner en contexto la violencia de Villa. Los otros caudillos revolucionarios, menos sangrientos en persona que Villa, lo fueron tanto o más que él en sus decisiones militares.

Carranza, por ejemplo, ordenó matar a todos los prisioneros que hubieran hecho armas contra la revolución, amparándose en la vieja ley juarista de 1862, que ordenaba fusilar a todo el que hiciera armas contra la República.

Pero son Villa y los villistas quienes sellaron nuestra historia con los mayores actos de matonería pura y dura, separados de toda justificación política, histórica o militar.

Recuérdese el pasaje de Martín Luis Guzmán, “La fiesta de las balas” en el que Rodolfo Fierro, lugarteniente de Villa, ejecuta a trescientos prisioneros haciéndolos correr para cruzar un patio, uno a uno, y les dispara sin parar, uno a uno, con revólveres que un ayudante le pone en la mano, antes de que salten la barda del patio que asegura su libertad.

Katz hizo la arqueología de otro siniestro ejecutor villista, Manuel Banda, quizá el más impresionante de todos por su perfil de hombre mediocre, convertido por la guerra en una máquina de matar… villistas.

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A diferencia de otros matones de Villa, Manuel Banda no había dado muestras de ser un hombre violento en su vida prerrevolucionaria.

Había sido un burócrata de segunda en Torreón y llegó a ser oficial de la División del Norte, a cargo de vigilar y disciplinar a los soldados bisoños.

Un amigo de la escuela lo recordaba como un estudiante callado, que se llevaba bien con todos y nunca provocaba un pleito.

Cuando lo encontró convertido en oficial villista, no podía creer la transformación de Banda.

—¿Tú qué haces? —le preguntó.

—Obligo a la gente a pelear a punta de pistola —contestó Banda.

—¿Has herido a alguno?

—¿Herido? No. Matado. Yo no hiero, yo mato. Un hombre herido se puede curar y puede matarme en cualquier momento. Disparo a matar y si  no sale a la primera, sigo disparando hasta que muere.

—¿Has matado muchos?

—Muchos. He matado muchos. En algunas batallas he matado tantos como los federales.

(En F. Katz: Pancho Villa, Era, vol.1, p. 341).