Elecciones 2024
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i eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor.

Desmond Tutu

América Latina vive un momento de escandalosa adhesión dictatorial. Hacia Cuba, hacia Venezuela y, en estos días, hacia Nicaragua.

De los grandes países del continente que hoy se dicen de izquierda —Brasil, México, Argentina, Bolivia, Perú, Colombia— sólo Chile ha condenado la brutalidad política y moral de Daniel Ortega contra sus perseguidos políticos, entre quienes hay prominentes ex sandinistas, periodistas y personajes de intachable perfil democrático, curas y obispos de la grey católica y los mayores escritores de ese país, Gioconda Belli y Sergio Ramírez.

Luego de hacerse con el poder dictatorial mediante la represión física y la legalización de su tiranía, Ortega ha sacado a sus opositores de las siniestras cárceles donde los tenía, y de sus arrestos domiciliarios, para expulsarlos del país rumbo a Estados Unidos, y para despojarlos, por decreto, de sus bienes y de su condición de ciudadanos nicaragüenses.  

En un gesto elocuente, tan oportuno como generoso, España otorgó de inmediato su propia ciudadanía a estos nicas erradicados de su patria. 

Una ola de protesta y de adhesión a los despatriados corrió por las comunidades culturales y las redes democráticas del mundo. Pero no sacudió a los gobiernos latinoamericanos que se reputan de izquierda, salvo Chile.

Hace tiempo que las etiquetas izquierda y derecha dicen nada sobre las convicciones democráticas y el compromiso de los gobiernos con los derechos humanos y con las libertades públicas.

Basta ver la respuesta de los heraldos de la “nueva marea rosa” ante la política de destierro y despojo a cielo abierto de la dictadura nicaragüense. 

La barbarie de Ortega y de su consejera de las ergástulas, Rosario Murillo, sigue tocando, en algún lugar de las catacumbas latinoamericanas, el viejo maniqueísmo de la guerra fría, la ilusión de que “la izquierda” puede estar ganando en el continente su vieja batalla contra la derecha  y el imperialismo.

En esa batalla fantasmagórica, las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua no son vistas como aberraciones dignas de condena, sino como aliadas.

No las condenan, entonces: callan. Su silencio vale como adhesión dictatorial.