Elecciones 2024
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El problema no es Trump sino quienes creen en él

“La popularidad no debería ser la medida a la hora de elegir políticos. Si fuera así el Pato Donald estaría en el senado”.Orson Wells.

“Nunca nadie perdió dinero subestimando la inteligencia del público estadounidense”. Nunca ha sonado la famosa frase del periodista H.L. Mencken, escrita hace 90 años, con más contundencia que hoy. Nunca nadie ha encarnado el concepto de manera más verosímil que el multimillonario Donald Trump y los millones que se proponen votar por él.

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La victoria arrasadora de Trump en las primarias del Estado de New Hampshire la semana pasada nos presenta con la clara posibilidad de que acabe siendo el candidato del partido republicano en las elecciones presidenciales de noviembre. Tomando como base el total de ciudadanos que acudieron a las urnas en las últimas elecciones de Estados Unidos (129 millones de un posible total de 235 millones), podemos razonablemente deducir que, aunque perdiese Trump contra el candidato (o la candidata) demócrata, unas 60 millones de personas adultas votarían a favor de Trump.

Lo cual nos permite afirmar que por más eficaces que sean en sus trabajos, por más decentes que sean en sus vidas personales, por más amables que sean en el trato a los niños y a los animales de compañía, como animales políticos una enorme proporción de los habitantes de la antigua democracia más rica y poderosa del mundo ocupa un eslabón evolutivo ligeramente por encima del de las vacas.

El problema aquí no es Trump. Él está perfectamente en su derecho de ser un vulgar, cínico y narcisista megalómano, cualidades que compartirá con otros seres que se han enriquecido como él con la compra y venta de propiedades inmobiliarias. El problema son los seres que creen que es la persona indicada para asumir el cargo político y militar más influyente del planeta en una época de alarmante incertidumbre económica y creciente inseguridad global.

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El análisis satírico que ha hecho el conocido autor P. J. O’Rourke es que sus compatriotas le están gastando una broma al resto del mundo. “Muchos republicanos”, escribe O’Rourke, que, por cierto, es muy de derechas, “dicen que dan su apoyo a un personaje de historieta… al Pato Donald”.

El análisis sesudo más habitual, hecho por ejemplo por el reputado analista electoral republicano Frank Luntz, es que la espectacular irrupción de Trump en el panorama electoral estadounidense es que se trata de una revuelta contra la élite, de una frustración masiva con los que mandan en Washington, con los medios, con la gran banca, con las multinacionales, con la tiranía de la corrección política.

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Lo tremendo es que Luntz se acerca más a la verdad que O’Rourke, que grandes manadas de votantes se han convencido de que Trump, que vuela a sus mítines electorales en avión privado, es el látigo de la élite. La noción implícita, claro, es que el día que él sea presidente todos pertenecerán a la élite. Un espécimen trumpista, una devota de unos 40 años con gafas cuyas dos lentes pintaban el nombre de su héroe, decía el otro día en la CNN que su candidato favorito representaba para ella “la esperanza”.

Es decir, que la noción que esta dama y sus correligionarios tienen de la esperanza está representada en un personaje que insulta a las mujeres sistemáticamente, llamándolas en público “cerdas, perras, guarras” o peor, y en el caso de una presentadora de televisión que le hizo una pregunta difícil durante un debate, proponiendo que debía estar en el medio de su ciclo menstrual. “La sangre le sale por los ojos”, Trump declaró.

Quizá el precio de tener a una caricatura de machista en la Casa Blanca se vea compensada por la ilusión de que Trump es el antídoto a todos los males de la tierra. Trump no es tan tonto como los que votan por él. Recurriendo al manual de todos los demagogos en todos los lugares y todos los tiempos, no solo se ha presentado como antiélite sino que ha utilizado el viejo truco de asustar a la gente para después postularse como el héroe protector que la va a salvar.

Los inmigrantes que proceden de América Latina son “violadores”, “narcotraficantes” o “asesinos”: él construirá un muro para impedir su entrada. El terrorismo islámico representa un peligro mortal: él prohibirá la entrada en las fronteras a los sirios, árabes y musulmanes varios y restaurará la tortura como método de interrogación. De paso bombardeará al ISIS hasta enviarlos a todos (mujeres y niños incluidos, se supone, pero, ¿qué se va a hacer?) “al infierno”.

Apelando a aquellas partes del cerebro que heredamos de los dinosaurios, el mensaje de Trump cala. El área de materia gris encargada del razonamiento no entra en juego. Si no, aquellos que aspiran a que Trump sea su máximo representante terrenal reflexionarían que ya hay más de 50 millones de “hispanos” en Estados Unidos y o es demasiado tarde para impedir las masacres que se avecinan, o quizá no representan un problema tan serio como algunos creen.

Si no, contemplarían la siguiente contradicción: Trump está en contra de reducir el acceso de los ciudadanos a las armas de fuego en un país donde acaban con las vidas de más de 30.000 personas al año, donde niños de cinco años han matado a muchas más personas con las pistolas de sus padres que las que han muerto como secuencia de atentados terroristas islamistas desde el 11-S (la cifra total es 48) en suelo estadounidense. Está estadísticamente demostrado que hay más posibilidad hoy de morir en EE UU partido por un rayo que abatido por un terrorista.

Pese a la manifiesta imbecilidad de Trump, que por lo demás no ha visto ninguna necesidad de ofrecer políticas económicas que sustenten sus magníficas promesas (“empleo y prosperidad para todos”, etc.), no sólo es hoy el candidato preferido de los votantes del partido de Abraham Lincoln, sino que las encuestas nacionales le sitúan como favorito por encima de Hillary Clinton para ocupar la Casa Blanca.

Mencken, que escribió que la mayoría de sus compatriotas eran más manipulables que las ovejas, llegó a concluir que la democracia era un sistema sobrevalorado. Si Trump llega a ser presidente de Estados Unidos se confirmará que tenía razón.

Con información de El País