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No recuerdo un presidente tan débil y tan anticipadamente en su gobierno, como Enrique Peña Nieto. Quizá Ernesto Zedillo en marzo de 1995, con la crisis económica encima, pero aquella era una crisis que el presidente podía decir que había heredado.

Peña Nieto es el responsable solitario de su propia debilidad. A nadie puede culpar hacia atrás y nadie la carga con él hacia delante. Esto me preocupa por el mucho tiempo que le queda de gobierno. La suya es una caída sin paracaídas de seguridad ni para él ni para el país.

Los errores de Peña Nieto son visibles, pero hay algo estructural en su crisis, algo que hace que, conforme pasa el tiempo, los errores de los presidentes resulten imperdonables y sus aciertos invisibles.

Nuestra democracia ha creado contrapesos efectivos al poder presidencial, pero no tiene instrumentos de emergencia para compensarlo. El presidencialismo mexicano es, como decían los nahoas de su herencia, “una red de agujeros”.

El agujero mayor es la baja calidad operativa del gobierno mismo y la debilidad crónica de los gobiernos locales, tributarios de la debilidad o la fortaleza de la Federación; escenarios, además, de epidemias de corrupción que han terminado desprestigiando la tarea misma de gobernar.

El agujero mayor en materia de cultura política es la imbatible creencia de que los presidentes lo pueden todo y son, por lo mismo, responsables de todo.

El México democrático vive una fiebre de presidencialismo al revés. No venera rutinariamente a sus presidentes como antes. Ahora, los descalifica rutinariamente. Vivimos una especie de “presidencialismo antipresidencial”.

Luego de 15 años de vida democrática seguimos en la situación mental anterior a la democracia. Exigimos que todo lo resuelva el Presidente, porque lo que el Presidente no resuelve no lo resuelve nadie.

Pero los presidentes de hoy resuelven pocas cosas por la sencilla razón de que no tienen los poderes  reales de antes.

Sus errores, en cambio, les cuestan doble, y sus aciertos no cuentan en sus cuentas.

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