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Enrique Peña Nieto ocupa en este tiempo, en términos de la jerga política estadounidense, la posición de un lame duck.

No se trata de un insulto al presidente de nuestro país, sino la manera como se designa a quien está a punto de dejar el cargo, ya tiene un sucesor; por lo tanto, ya no concentra el mismo nivel de atención y poder que solía tener.

La aplastante victoria de Andrés Manuel López Obrador eclipsó la presente administración y su excesivo protagonismo y ese deseo de gobernar ya acabó por borrar por completo el gobierno priista al que, mal que bien, le quedan 140 días.

La presentación de su agenda legislativa con tanto tiempo de anticipación, la ratificación de muchos de los integrantes de su gabinete, las declaraciones que suenan a decretos y la atención mediática prácticamente a 100 por ciento diluyen el cierre del gobierno priista.

El virtual presidente electo habla del cambio en la estructura del gobierno como si fuera ya una realidad, no como lo que es: un proyecto del Ejecutivo que tendría que transitar por el análisis del Poder Legislativo.

Pero si con Vicente Fox el ejecutivo proponía y el Congreso disponía; con López Obrador, el Ejecutivo anuncia (y por anticipado) y el Legislativo se apura, y de buena gana, a cumplir con esa agenda.

El actual gobierno no puede renunciar a su obligación, aunque no tenga el mismo acceso a la opinión pública, no puede anunciar el cierre de la cortina presupuestal, por ejemplo.

La sensación de una transición tersa, que hasta a los mercados ha cautivado, es solamente la imagen de dos políticos en actitud cordial, Peña Nieto y López Obrador, caminando por los pasillos de Palacio Nacional.

La realidad es que el cambio que se pretende es tan radical que podrá ser ordenado y afable, pero nunca será una transición tersa.

Si López Obrador es inteligente sabrá aprovechar la experiencia y el costo político que ya pagó Peña Nieto en muchas tareas de gobierno.

Un López sensato dejaría los precios de las gasolinas a lo que marquen las leyes del mercado, no le tocaría una coma a la reforma energética y aprovecharía hasta el último minuto al equipo negociador del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) para que completaran el proceso de renegociación.

En la reunión en la llamada casa de transición, el primer mensaje de López Obrador a Kushner, Pompeo, Mnuchin y Nielsen debería ser que el gobierno entrante respalda 100 por ciento al equipo de Ildefonso Guajardo en su renegociación del TLCAN.

Cualquier señal en sentido contrario, con un pacto al estilo sesentero, con un acuerdo bilateral, con un borrón y cuenta nueva a lo avanzado, sería desastroso para el país.

El gobierno de Peña Nieto, con todo y ser un pato cojo, tiene la capacidad de resolverle muchos problemas a la administración entrante de López Obrador y en especial en la relación con Estados Unidos.

Ojalá que López Obrador no muerda el anzuelo que lanzó Donald Trump y vea que sus adversarios políticos internos están de su lado en la renegociación comercial trilateral.