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Tiene razón Fernando Escalante Gonzalbo (MILENIO Diario, ayer): quizá la demostración de que las instituciones funcionan es que no producen escándalos, ni dimes ni diretes, sino soluciones rutinarias, aburridas.

No producen héroes ni víctimas de la legalidad, o del poder, escándalos de impunidad impunes, acusaciones cacofónicas de actores a quienes puede imputarse sin mayor esfuerzo lo mismo que ellos imputan a otros.

No, las instituciones resuelven litigios según sus propias reglas de imparcialidad y con arreglo a sus jurisdicciones y facultades.

Hay siempre cómo inconformarse con ellas y ganarles, si no tienen la razón, si equivocaron el procedimiento, si hay un criterio de observancia superior, o un excelente equipo de abogados.

Sería pura santurronería democrática suponer que las instituciones están al margen de la política o no pueden ser intervenidas por ella.

Por el contrario, quizá la ambición primera de la política, su primer campo de batalla, luego de la opinión pública, es justamente apoderarse de las instituciones, moldearlas, gobernar desde ellas.

Pero acaso el corazón de la política democrática es que esa puja se dé sobre un entramado institucional que garantice el combate sin retribuir la arbitrariedad, sin premiar la corrupción, ni coronar la violación de las reglas.

Nada de esto puede garantizarse si la puja democrática no es transparente, si los intereses y las intenciones de los actores políticos, lo mismo que sus acuerdos, suceden en la sombra, a espaldas de la opinión pública y del propio entramado institucional en el que actúan.

Una de las desgracias de la democracia mexicana es que sus combates se dirimen en la sombra, fuera de los ojos de la ciudadanía y de los medios, en el más puro estilo del antiguo régimen, donde los políticos se dedicaban a decidir en lo oscurito y los ciudadanos a adivinar en la oscuridad.

En las últimas dos semanas, el país ha perdido un procurador de la República y un fiscal electoral sin que hayamos visto en el Congreso un debate cabal sobre por qué se iban. Sin que sepamos a la fecha por qué se fueron.

Vivimos en una democracia más escandalosa pero no menos opaca que la antigua predemocracia priista. Como si hubiéramos pasado de la “revolución institucional” a la democracia antiinstitucional.

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