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Nuestra costumbre ha sido poner en la Constitución  derechos que sabemos que no se cumplirán, sino andando el tiempo. De ahí la colección extraordinaria de derechos constitucionales de los mexicanos: a la educación, a la salud, a la vivienda, a la alimentación,  al trabajo digno y bien remunerado.

Lo común a esos derechos admirables es que no pueden exigirse. No hay sanción por violarlos ni previsión presupuestal o administrativa para cumplirlos.

Hay cierta lógica en este vacío de sanción y exigibilidad. Los derechos de que hablamos no están puestos en la Constitución porque los legisladores crean que deben cumplirse, sino porque creen que a eso debe aspirar la nación. Partiendo de ese supuesto  sería absurdo, en cierta forma suicida, imponer a los gobiernos sanciones por no cumplir las nobles pero incumplibles normas en que están fundados.

La omisión es entendible también desde el lado práctico. ¿Cuántos impuestos debería cobrar, un Estado efectivamente obligado a dar escuela, vivienda, salud y trabajo a todos sus ciudadanos: los 15 millones de mexicanos que eran en 1917, los 120 millones que son ahora?

Nadie ha hecho la cuenta, desde luego. Menos que nadie las sucesivas generaciones de legisladores que establecieron esas obligaciones del Estado y esos derechos de los ciudadanos. Crearon obligaciones al Estado sin darle recursos para cumplirlas. Y derechos a los ciudadanos sin darles instrumentos para exigirlos. Diseñaron en el fondo un Estado incapaz de cumplir con sus obligaciones y una ciudadanía disminuida, incapaz de exigir sus derechos.

El lado manejable de esas leyes es la propia cultura política en que están inscritas: nadie exige de verdad su cumplimiento. Y nadie, más que en los discursos demagógicos o en la ingenuidad legalista, cree que esas leyes deban cumplirse. Todos sabemos de alguna manera buenos deseos, sueños justicieros al estilo nacional: el espíritu de las leyes mexicanas.

Leyes demagógicas que otorgan grandes beneficios sin referirse a los costos, no pueden sino crear una cultura cívica escéptica, cuando no cínica, respecto de las obligaciones y los beneficios de la ley. Es la que tenemos.

(La columna de ayer y la de hoy recuperan pasajes de mi ensayo “El espíritu de las leyes mexicanas”, publicado en el número de febrero de la revista Nexos. http://www.nexos.com.mx/?p=31276).

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